18/10/2018
 Actualizado a 13/09/2019
Guardar
La última gran mala noticia es que León va a ser la provincia que más población perderá de España; a la sazón, 50.000 habitantes en los próximos veinte años o así. Es una de esas noticias que hace que se te quede cara de tonto, de incrédulo, de pánfilo... Es una de esas noticias que hace que se pierda la esperanza, que desarma al más optimista, que nos deja atónitos. Es, sin duda, la peor de las noticias que un leonés puede recibir. Porque los leoneses estamos profundamente enamorados de nuestra tierra, aunque, de cara a la galería, no hagamos más que ponerla a parir, (yo el primero). Los leoneses, estén donde estén ganando el pan y por muchos años que lleven allí, se acuerdan tanto y con tanto cariño de sus raíces que cuando mueren les falta tiempo para hacer su último viaje y descansar sus huesos o sus cenizas al abrigo de su monte, de su río o de su páramo; el mismo monte, río o páramo dónde dieron los primeros pasos, jugaron sus primeros juegos o dónde se enrollaron por primera vez con el amor de su vida, ese que duró diez minutos. (Cómo ejemplo más cercano tenemos a Eduardo Arroyo, enterrado en Robles de Laciana el pasado lunes, a la edad de 81 años, de los cuales pasó fuera de su tierra..., casi todos).

¿Por qué nos vamos los leoneses de nuestra tierra? Supongo que ésta es la pregunta del millón y que, por desgracia, no tiene sólo una respuesta. Es cierto que los ‘poderes’ han desmantelado las tradicionales formas de vida de nuestros pueblos. La minería y la agricultura son un recuerdo, cada vez más lejano y triste de una manera de entender la vida. Pero no son la última razón. También es cierto que al ser León, junto con Barcelona, el lugar donde antes se erradicó el analfabetismo, gracias a Julio del Campo y otros próceres decimonónicos, y se abrió de par en par la oportunidad de estudiar una carrera universitaria, dio lugar a la diáspora de las mejores mentes de la provincia, ya que era, y es, mucho mayor la demanda a la oferta. Así, es fácil encontrar a muchos médicos, maestros, veterinarios, ingenieros o enfermeras leoneses en Madrid, Barcelona, Bilbao o Valladolid.

O a cientos de opositores, (funcionarios, carceleros, guardias civiles, policías, etc), en cualquier lugar de ancho mundo. León, por desgracia, nunca ha sido tierra de obreros, mayormente porque las industrias, aquí, han sido mínimas. Además, y también muy importante, los obreros crean células de lucha colectiva de una fortaleza apabullante, y aquí, en nuestra tierra, no las ha habido nunca. Más bien los leoneses hemos sido ferozmente individualistas, llevando hasta el extremo aquel dicho que uno escuchó de labios de la tía Manuela de su pueblo y que le dijo cuando apenas era un niño: «El buey solo bien se lame». Uno cree, embargo, que se le olvidó completar el cuento con la frase «pero mejor se lame uno a otro».

El hecho es que, por la causa que sea, la provincia está como un solar, como una nación después de padecer una guerra, como un pueblo atacado con una bomba de neutrones: las casas en pie, el paisaje inalterable pero vacía de gente.

También es posible que todo sea más sencillo. Los leoneses somos cómodos, apáticos o melifluos con los fuertes y bocazas y arrogantes con los débiles. Nos entra el canguelo cuando debemos enfrentarnos a los poderosos y nos venimos arriba si, por el contrario, tenemos que machacar al indefenso; de hecho, me recuerda al chiste de Gila: «Íbamos por la calle mi mujer y yo y vimos a tres tíos enormes dar una paliza a un enano. Mi mujer me dice: ¿no piensas hacer nada? Fui y entre los cuatro, ¡como le pusimos!». Nos cuesta mucho luchar y defendernos... Aunque puede que todo lo que os he contado hasta ahora no sea más que una elucubración y que todo se deba a cosas con las que no podemos luchar, porqué están en nuestra tierra, vienen de nuestra tierra: la veta de uranio que recorre el nordeste de la provincia y que nos afecta de aquella manera, los chorizos hasta los topes de pimentón que nos destroza el penúltimo agujero, el vino híbrido y el prieto picudo con el que nos hemos estado envenenando el hígado y el páncreas desde hace cientos de años, la invariable lucha contra el matriarcado que hemos sostenido desde tiempo de los Astures, el cambio climático que nos llegó antes que a los demás por culpa de los pantanos del Caudillo, el eterno bombardeo con nápal sintético que inició la Legión Cóndor en la guerra incivil y que los americanos han continuado todos estos años, las minas de wolframio que los alemanes y los ingleses dejaron abandonadas a la buena de Dios, las razias de Almanzor para quedarse con nuestras mozas más hermosas, la insoportable presión de los eremitas de la Tebaida berciana...; la soledad ancestral que padecemos. Salud y anarquía.
Lo más leído