05/07/2017
 Actualizado a 11/09/2019
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La semana pasada, dediqué el espacio de esta columna a la ignorancia, no para ensalzarla, antes bien, para advertir de los riesgos que conlleva frecuentarla. Deberíamos ser comprensivos con los vicios y defectos de los demás, pues, como dijo Terencio: «hombre soy y nada de lo humano me es ajeno». En la medida en que somos humanos, todos participamos de lo bueno y de lo malo propio de nuestra naturaleza y erigirnos en jueces severos e implacables de nuestros semejantes puede acarrear consigo que se nos juzgue con igual severidad.

Este camino de paciencia y de misericordia para con los vicios ajenos resulta soportable cuando los males derivados de un vicio sólo los padece la misma persona que lo tiene, aunque en ocasiones duela verla transitando por la senda del error. Pero el camino de comprensión se vuelve cuesta arriba cuando de los defectos de otro nos toca sufrir parte de las nefastas consecuencias.

Esto último es lo que sucede con los ignorantes y que conste que por ignorante no considero a quien no conoce la fecha en la que cayó Constantinopla o quien desconoce el enunciado del Principio de Incertidumbre de Heisenberg. Porque el ignorante es el primero en padecer su propia ignorancia, pero los demás sufrimos una de las derivadas que no es otra que la de su mala educación. El ignorante, convencido de todas sus razones, se cree con derecho a imponer su estupidez en toda ocasión. Es esto lo que le vuelve una persona mal educada, desconocedora, por tanto, del más importante de los conocimientos: la buena educación como pilar de toda convivencia.

Con la democracia, el número de ignorantes y de maleducados se ha extendido hasta niveles de epidemia y esto se debe a que confunden los derechos y se creen con derecho a no tener razón y a exigir de los demás que se la den, sin mediar para a ello razonamiento o argumento válido. Los más expuestos a los efectos nocivos de esta lacra son las personas que trabajan cara al público, que padecen cada día la mala educación de los clientes ignorantes. El problema es que ninguno estamos libres de este pecado en algún momento, así que yo recomiendo lo que me decía mi abuela: buen porte y buenos modales abren puertas principales.

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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