22/02/2015
 Actualizado a 17/09/2019
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Lo mejor que te sucede cuando llegas a León, a tu ciudad, es la importancia que sueles dar a personas que conoces así, de pronto, alguien a quien te presentan en una cafetería cuando estás viendo, por ejemplo, un partido de fútbol entre el Madrid y el Atlético: él es del Atlético y tú del Madrid, y el Atleti le mete cuatro al Madrid y él no se atreve a expresar su júbilo a cada gol, se le nota estable, es alguien que sonríe y te mira porque sabe que eres del Madrid y que, ante tal descalabro, puede molestarte su lógica animación. Pero incluso eres tú quien le incita a desperezarse, a comportarse con la euforia que aviva semejante ambiente (En la mesa de cinco está él. Y el anfitrión, el escritor Avelino Fierro, que es también del Madrid, como Eduardo el de Layla. Javi, el hijo músico de Avelino, es del Barca, o sea antimadridista). Y yo dudo entre mostrar un cariz decepcionante u otro comprensivo ante la felicidad que embarga a los dos contrincantes.

El del Atlético a quien me refiero es el poeta Antonio Manilla, alguien que ha escrito: «Un día volverás,/ como vuelven las rosas y el invierno/ al corazón del hombre para quedarse siempre/ donde siempre estuvieron». Yo leo su libro entre gol y gol. Ha dejado de importarme el partido. Los acompañantes, claro, lo achacan a mi decepción por la derrota madridista. Pero es que hay más: «Cuando ya nadie sepa qué o quién fuiste/ y a nadie le interese el gozo o sufrimiento/ que la vida te dio/ en verdad habrás muerto para el mundo».

El libro llegó a mis manos antes del partido. Con toda seguridad me lo regaló Avelino, pero la dedicatoria estaba allí, con la firma de Manilla. Fui doblando cada ángulo de la página con el poema que me interesaba, hasta que me di cuenta –y sonreí– de que había señalizado la mayoría de ellas, así que determiné que todo ‘Broza’ era un compendio de belleza y necesidad, una propuesta ingente, desmesurada, que Manilla se encarga de desbrozar para que lleguemos a saber lo que es bueno, lo que nos espera, por si aún no nos hemos dado cuenta: «Si he de volver al mundo;/ si cuando muera es cierto/ que el alma sobrevive/ y se reencarna;/ si somos peregrinos/ atados a esta tierra/que van de cuerpo en cuerpo/ ganándose la cima/ de su liberación;/ a mí que no me den/ la libertad/ ni un destino más alto/ que el de ser/ león del Sherengueti/ o trucha del Torío./ El final de una especie./ La dignidad del último/ abocada a la nada».

No era un partido de fútbol (y menos un Atlético–Real Madrid) el entorno apropiado para asimilar los poemas de Antonio Manilla y tampoco, para desgracia de algunos, estos versos, de ambiguo significado: «Todo se va a perder/ en el tiempo sin pausa».

Dice Manilla en uno de sus poemas que «…nos hemos convertido /en mucho más que hombres:/ en la razón de ser del laberinto». Y es cierto. Así somos de importantes en nuestra insignificancia: la razón de ser del universo, mientras nadie se atreva a decir lo contrario.

Tras el 3-0 me puse a leer: «Cuando ya nadie sepa qué o quién fuiste/ y a nadie le interese el gozo o sufrimiento/ que la vida te dio/ en verdad habrás muerto para el mundo».

Todo en el libro de Manilla es precisión a pesar de apuntar a lo más remoto, a lo inconcebible, a lo inimaginable, a la nada: «La mayoría de las cosas pasan/ sin más sentido que el de ser tan sólo».

Y así, claro, cómo coño me iba a importar que ganase o perdiese el Madrid. Lo único que enderezó mi ánimo tras la derrota fueron los poemas que quedaron por leer, por releer, por estudiar a fondo porque tenía tiempo de sobra y la lectura que me esperaba era (como dice Yayo cuando coge algunas briscas: «Tengo cartas para gozar») de un relativo gozo, suficiente para mí.
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