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Brexit: el triunfo de la mediocridad

03/02/2020
 Actualizado a 03/02/2020
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He dedicado aquí, en los últimos años, varios artículos al asunto del ‘brexit’, pero no puedo dejar de hacerlo unas horas después de que, oficialmente, el adiós definitivo de los británicos se haya producido, aunque aún queden largos meses de negociaciones y previsibles encontronazos. Es, desde luego, un completo fiasco político, una aberración perpetrada por un grupo de políticos que, deliberadamente, han seguido adelante con una idea que nace de un grupo de eurófobos y euroescépticos, que luego otros han apoyado por intereses partidistas y electorales. Y que ha desembocado en una división del Reino Unido, casi al cincuenta por ciento, en un desgarro social, ideológico, intelectual y económico, que amenaza incluso con destruir el país tal y como lo conocemos. Sorprende que una democracia vieja y asentada, que además presume de ello siempre que encuentra ocasión, haya perdido el oremus de esta manera.

Ha triunfado lo viejo y lo rancio. Lo antimoderno. Lo antisolidario. Ha triunfado lo egoísta. Ha triunfado esa especie de arrogancia histórica, la nostalgia de viejas grandezas que no volverán. Y ha triunfado el engaño y la manipulación de la gente, que es algo que poco a poco se va generalizando en todo el mundo, gracias, sobre todo, a la proliferación de bulos, mentiras interesadas, presuntas verdades incontestables y modas mediáticas en las que hay que creer, por supuesto siempre por nuestro bien. El Reino Unido ha caído en una especie de autoengaño (suicidio, dicen algunos), promovido desde dentro y quizás desde fuera, un engaño que pretende demostrar que mejor se está solo, que Europa no merece la pena, que su historia demuestra que se bastan y se sobran para seguir siendo una potencia, y que el resto se lo monte como pueda. Hay, sin duda, esa sensación de querer volver al supuesto club exclusivo de lo puramente británico (como mucho, con sus gotas norteamericanas), un club anglosajón, claro está, que no tiene nada que aprender del sur de Europa (ni siquiera del resto del continente), países, ya se sabe, apreciados por el sol y la cerveza abundante y barata, si acaso por el sistema de salud, pero poco más.

Los más jóvenes del Reino Unido, y sobre todo los ciudadanos de Londres en gran medida, saben que sus líderes políticos (los de los últimos años, no sólo los de ahora, tanto del gobierno como de la oposición) acaban de cercenar y limitar vergonzosamente su futuro. Salvo que tomen medidas e impongan un estilo de vida cosmopolita que derribe este muro rancio, viejo, acabado, que defiende no se sabe qué antiguas y ya inexistentes glorias. Bonita forma de construir un nuevo Edén, un paraíso verdescente rodeado por el Atlántico, donde todo será estupendo y maravilloso, donde las calles se empedrarán de dinero y brillará para siempre la filosofía del fantástico aislamiento. Dejando de lado, eso sí, a la mitad de los habitantes, que opinaban exactamente lo contrario. Dándose prisa para cerrar la negociación a trompicones (todo estuvo rodeado de un patético caos parlamentario), y haciendo caso a demagogos de toda laya, incluso a algunos medios de comunicación enardecidos, que prometían un mundo feliz con argumentos infantiloides.

Como suele suceder en estos casos (hay más ejemplos en marcha), los ciudadanos se aprestan a veces a seguir la música hechicera de algunos cuentistas con capacidad de engatusar. El ‘brexit’ es una cortina de humo que se les ha ido de las manos. Pretendiendo disimular la incapacidad propia, han terminado echando la culpa a los de fuera. Los conservadores tensionaron la sociedad inglesa, como se están tensionando hoy todas las sociedades (es una estrategia conocida), y terminaron apropiándose de las ideas ultranacionalistas de gente como Farage. Hoy este político es ya insignificante, pero aún tuvo tiempo de salir el pasado viernes a los jardines de Westminster a pronunciar palabras irrisorias, frases de diseño, puro argumentario de la peor clase, aprovechando la celebración, demostrando en qué nivel se ha movido el debate del abandono de la Unión Europea. No es que la ambigua, descafeinada oposición, lo haya hecho mejor. Boris, por su parte, llegó para apuntalar un proyecto del que Theresa May, mucho más comedida, estaba empezando a dudar. En realidad, nunca creyó en él. Pero, como suele ocurrir, una vez se abre la espita del desastre, es imposible parar.

Una de las mayores críticas a Europa reside, al parecer, en la naturaleza elitista de sus políticas y de sus dirigentes. Esta es una acusación típica de cierto populismo, que termina sustituyendo unas elites por otras. Boris Johnson es un buen ejemplo: su inteligencia demostrada se hizo a un lado a la hora de defender lo que llamaron, demagógicamente, intereses del pueblo. Él pertenece a las elites conservadoras más que nadie, comenzado por su formación. Hizo ese trabajo como podría haber hecho cualquier otro, pero quizás algún día alguien le pida cuentas por esta sucesión de despropósitos. Es posible que ahora esté muy ufano de su obra, como el niño que derriba de un manotazo un castillo de arena. Lo grave llegará el día en que se le pregunte por qué lo hizo, más allá del consabido recurso al referéndum.

En fin, ellos sabrán. Lo siento por la mitad de la población, que sabía muy bien lo que se perdía con este absurdo aventurerismo político (muchos políticos, sabiéndolo, callaron). Siempre he gozado de la cultura británica, soy un adicto a la ciudad de Londres. Pero ahora me invade la tristeza. Como a tanta gente, desde luego. Europa, con todos sus defectos, es un territorio de libertad y modernidad que no podemos perder. Un gran proyecto que permite, nada menos, moverse entre fronteras sin prácticamente mostrar documentos. Sólo por eso ya merece la pena. Los muros no sólo son odiosos: son impropios de la condición humana. La libertad de circulación, la colaboración, los proyectos universitarios, el increíble desarrollo del programa Erasmus que alguien con una mente abierta y extraordinaria desarrolló un día, todo eso, ya justifica la Unión Europea. Claro que hay conflictos, choques, problemas con las fronteras exteriores. Y claro que están las graves presiones interiores, cantos de sirenas semejantes a los del ‘brexit’ que quieren minar a Europa desde dentro.

El ‘brexit’ es un acto de demagogia, de mediocridad política, que muestra el daño de la propaganda en los tiempos que corren. Debemos estar alerta ante las decisiones que los políticos toman, cuando afirman con alegría que todo es «por nuestro interés» y porque nosotros, sin duda, lo queremos.
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