Avelino, un afilador ‘resistente’ que aún recorre la provincia —bien es cierto que con el instrumental adaptado a una pequeña moto— contaba mientras afilaba: «No puedo dejar de convocar con nuestro habitual ‘chiflo’ (que guardaba en el bolso de su guardapolvos arreglado con esparadrapos) pues la gente lo quiere escuchar, les recuerda otros tiempos. Te diré más, mucha gente sale al afilador llamado por la nostalgia y cuando llega y mira el aparato te dice: ‘voy a ver qué tengo por casa para afilar’».
Pasaban largas temporadas alejados de sus seres queridos. Sufrían y aguantaban las inclemencias del clima y, algunas veces, las de los humanos Dice Fernando Rubio, por su parte, que recuerda perfectamente las imágenes de estos artesanos, pese al medio siglo transcurrido (son de 1971 y 1972) y alaba a quienes ejercían estos trabajos: «Son oficios en los que los que los ejercían eran muestra de hombres recios, sacrificados y aventureros. Pasaban largas temporadas alejados de sus seres queridos. Sufrían y aguantaban las inclemencias del climay, algunas veces, las de los humanos. Y digo hombres, varones, ya que no conocí fémina que, por entonces, se dedicara a alguna de esas ambulantes actividades. Con la lejanía del tiempo, he aprendido a valorar su esfuerzo y responsabilidad que se correspondía, de forma natural, con el precepto de: «actuar con la diligencia de un buen padre de familia».


El lechero
El tercer oficio, el lechero, llega desde las fotografías de Fernando Rubio sin ‘material humano’ —ahí sí cabrían las mujeres, que sí las hubo que llegaban a las ciudades al amanecer e iban repartiendo por los barrios— y tiene como protagonista al burro del lechero. No es ningún sinsentido, son frecuentes las imágenes del burro solo pues unas veces el lechero, o la lechera, estaban midiendo y vendiendo, o llevando a las casas, mientras él esperaba de manera paciente el momento de acudir a otra casa, a otro cliente, pero hay también un ‘homenaje’, a la capacidad de este animal para «aprender los trayectos·».
Lo contaba en su centenario otro vendedor ambulante, en este caso más de fruta que de leche pero para la historia a la que se refiere es un caso similar. «Tuve en tiempos, antes de la Isocarro, un carro con burro, con el que iba a comprar y después a repartir. Como madrugaba mucho no eran pocas las veces que me dormía en la vara del carro, apoyado en el burro, y él seguía su camino sin la necesidad de la más mínima explicación. Hasta que llegábamos a alguno de los lugares en los que yo repartía el producto, el burro se paraba a la puerta y se movía para que lo notara y me despertara». Y remataba con un «si aquel burro no era listo...».
Recuerda Rubio el día y hasta el momento en el que tomó la fotografía del burro del lechero, él solo, seguramente cumpliendo con las bondades que le adjudicaban, contrarias a su nombre, que la verdad, no hace honor a sus cualidades. «Tomé estas fotos en una fría mañana de enero de 1972. En la calle Cardenal Landázuri. La contemplación del duro trabajo del asno y la proximidad de San Martín, (tiempo de la matanza del cerdo) trajo a mi mente una fábula de Samaniego que transcribo: «Envidiando la suerte del cochino, / un asno maldecía su destino / «Yo, decía, trabajo y como paja; / él come harina, berza y no trabaja; / a mí me dan palos cada día; / a él le rascan y halagan a porfía». // Así se lamentaba de su suerte, / pero luego que advierte / que a la pocilga alguna gente avanza, / en guisa de matanza, / armada de cuchillo y de caldera, / y que con maña fiera / dan al gordo cochino fin sangriento, / dijo entre sí el jumento: / «Si en esto para el ocio y los regalos, / al trabajo me atengo y a los palos».