29/10/2016
 Actualizado a 18/09/2019
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De entre todos los géneros de la pintura, quizás el bodegón concite más sutilmente que ningún otro una ambición absoluta y humilde. La exhibición de una naturaleza muerta (o «quieta» como sugieren otros idiomas, quizás más atinados: ‘still life’) mediante la presentación de objetos menudos, mezcolanza habitual de perecederos (naturalia) y enseres humanos (artificialia), suele ofrecer ocasión para el lucimiento del artista en el tratamiento de superficies diversas y de los efectos lumínicos convocados sobre ellas. En este sentido, supone una declaración de virtuosismo, una especie de tour de force contra la realidad, de la que pocos salen laureados. Pero más allá de la pericia del ojo y la mano, este repertorio dilecto de los barrocos se convirtió en una exhibición de su propia idiosincrasia como sociedad y como cultura. De ahí que hallemos notables diferencias, por ejemplo, entre el bodegón holandés, ahíto de la exuberancia propia de una comunidad próspera y satisfecha, y el concentrado y austero español, replegado sobre su propia pesadumbre. Y de ahí que la inclusión de cada objeto convoque sutiles y alambicadas alusiones alegóricas que a menudo introducen estos acopios en el terreno de la iconología y la vanitas, donde tanto ahonda el alma melancólica de esos siglos de oro de la imagen pintada.

Clara Peeters, la extraordinaria bodegonista del barroco flamenco a la que el Museo del Prado dedica una exposición singular hasta el próximo febrero, congrega esas cualidades en uno de los primeros y más completos casos. Pero, además, ella se retrataba sutilmente en el azogue de los recipientes de vidrio o metal que pueblan sus tablas, a menudo provista de su paleta de pintura, tal vez como sutil afirmación de su condición de mujer artista, tan comprometida en ese siglo XVII y siempre. O tal vez, con esta discreta presencia aluda a nuestra propia condición, para recordarnos que somos el reflejo de lo que hacemos con esas cosas y ellas, a su vez, nos retratan.
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