30/04/2020
 Actualizado a 30/04/2020
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Tengo un amigo en Sotillo de la Rivera, Burgos. El pueblo está a diez o quince kilómetros de Aranda de Duero, y, sí, tiene muchas viñas y bodegas que elaboran un magnífico vino. En cierta ocasión, estuve en Sotillo dos días. El pueblo en sí no es nada del otro mundo, pero su gente es acogedora y en un momento te sientes como en casa. Vi, por supuesto, las bodegas. La del pueblo parece una catedral. Enorme, abriéndose por el subsuelo sin parar, como si fuese un continente perdido o una extensión subterránea y natural del pueblo, con sus calles y sus plazas. Tienen, además, muchas otras particulares, más modestas, pero igualmente preciosas. Lo que más me llamó la atención, fue un asunto que, en realidad, no tiene mayor importancia, pero para mí, en aquel momento, si la tuvo: para acceder a ellas, sólo tenías que bajar unos pocos metros. Acostumbrado a ver las de nuestra tierra, sobre todo las de los Oteros o las de Valdevimbre, que parece que están a un metro y medio del infierno, me pareció bastante extraño.

Siempre me han llamado la atención las bodegas. No hay lugar en el mundo dónde se conserven mejor las cosas que una bodega. No hace ni frío ni calor, lo cual es ideal para que el vino, por ejemplo, se transforme de un brebaje insulso en una obra de arte.

Uno de los pocos sitios que me gustaría conocer antes de diñarla es la Capadocia. Allí, durante miles de años, los hombres han vivido en cuevas; pero no en cuevas naturales, sino en las construidas por ellos. Cada vez que veo una fotografía o un reportaje de aquel lugar, no puedo por menos que imaginarme a los enanos del Señor de los Anillos horadando cada centímetro de tierra para lograr hacer una ciudad espléndida, llena de riquezas, en lo más profundo de la tierra. Así, cree uno, debieron sentirse nuestros ancestros cuando escavaban el suelo de una de las zonas más pobres de la provincia para que casi el único fruto que podían sembrar, las viñas, diesen su néctar, que ellos convertían en su medio natural de subsistencia. Durante siglos, los habitantes de la Montaña o de las Riberas, al llegar octubre, uncían los bueyes y peregrinaban hacia el sur y el este para cambiar sus alubias, sus madreñas o sus aperos, por el vino que lograba que pasasen el invierno mucho más placenteramente.

En estas circunstancias tan adversas que estamos viviendo, en medio de esta pandemia que nos está dejando sin viejos, no me parece mal lugar para pasar esta cuarentena o las próximas que, seguramente, vendrán. Hemos jugado demasiado tiempo a ser dioses y la naturaleza se está cobrando su tributo, cosa que, por otra parte, ha hecho siempre. Además, somos tan soberbios y tan ególatras que no nos damos cuenta de cuando metemos la pata hasta el fondo. Vivir en una cueva, bien provisto de viandas y de unos cuantos ‘bocoys’ repletos de líquido elemento, rosado o tinto, con un surtido de libros en condiciones, haría que los días y las noches se sucederían de una forma natural, sin estridencias, sosegadamente. Y, por supuesto, sin ningún artilugio que me conectase con el mundo. Que le den al mundo y a los hombres, incapaces de aprender nada de su pasado, de su historia. Somos gente egoísta y ambiciosa y estos dos pecados nos lastran todos los días de nuestra vida. Somos capaces de vender a nuestro padre por un ascenso, por un piso nuevo o por un nuevo amor que suele durar lo que dura duro el aparato. No tenemos remedio... Sí, sé que hay gente buena, solidaria y capaz de darte su vida para que sigas con la tuya. Pero son los menos. La mayoría estamos inmunizados contra estos valores, no vaya a ser que se rían de nosotros.

Por desgracia, ni esta catástrofe nos va a hacer cambiar. No creáis nada de lo que está diciendo en los medios de que volveremos más fuertes y mejores. Es mentira. Los seres humanos no cambian tan fácilmente. Después de superar el ‘Mal de Moda’, conocido también como ‘Gripe Española’, que dejó más de cincuenta millones de muertes en todo el mundo, (que junto con los caídos en la Gran Guerra del año 14, sumarían casi setenta millones, una broma), vinieron ‘los locos años veinte’, el Fascismo, la Gran Depresión, la subida de Hitler al poder y la Segunda Guerra Mundial. Todo ello en un plazo de diecisiete años. Sí, sí, ocurrió así y también entonces cerraron ciudades y se paralizaron muchos trabajos. Igual que ahora. Seguramente, cuándo esto pase, seguiremos haciendo las mismas tonterías de siempre, olvidándonos rápidamente de los muertos, de los enfermos, de los que van a quedar inútiles para el trabajo... De todos Dios...

Si queréis venir a verme a mi retiro, estáis invitados. Pero no todos, no la vayamos a joder, que la bodega a la que tengo echada el ojo es grande, pero no tanto. Visitar sí, estorbar no.
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