Bochorno en el sur: En el calor de la noche

Por Ángel Suárez Corrons

Ángel Suárez Corrons
19/08/2021
 Actualizado a 09/09/2021
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Esta semana volvemos al extenso y maravilloso campo de las obras maestras, con un film que bien podría ser el paradigma de esta sección de películas tórridas. A medio camino entre el cine policiaco, el western y el cine de denuncia social, ‘En el calor de la noche’ transmite como pocas la sensación opresiva y húmeda del caluroso verano. De uno muy particular, estamos en los años sesenta en un pueblo pequeño de Mississippi, de modo que la angustia y la opresión no sólo proceden del calor, sino fundamentalmente del racismo más rural y recalcitrante. El calor y el racismo jugarán narrativamente a la par de una forma magistral. No es sólo el viejo aparato de aire acondicionado de la oficina de policía lo que chirría y funciona mal en Sparta.

En este ambiente, el jefe de policía local, Bill Gillespie (Rod Steiger), se verá obligado a trabajar en la resolución de un crimen con un inspector de homicidios de Filadelfia, negro, que por pura casualidad se encuentra de paso en el pueblo de Sparta, Virgil Tibbs (Sidney Poitier). Frente a los métodos rudos y primitivos del Jefe Gillespie, el Inspector Tibbs hace gala de una formación criminalística que anticipa la de los modernos CSI. El policía negro es más listo que el policía blanco, más guapo y está mejor preparado, pero si eso fuera todo el guion sería una simpleza, y está muy lejos de serlo. La evolución de ambos personajes a lo largo de la película, perfectamente narrada a través de una realización magnífica, de unos diálogos brillantes y de una interpretación extraordinaria de ambos actores, es en mi opinión la clave de la película, y en este sentido mejora la novela homónima de John Ball en la que está basada.

En un principio, incluso después de analizar el cadáver del Sr. Colbert, el inspector Tibbs sólo desea seguir su camino y alejarse del repulsivo Sparta, aunque órdenes superiores y el prurito profesional tiren de él en sentido contrario. El Jefe Gillepie también quiere que el policía negro se largue para poder arreglar las cosas a su manera. Ninguno de los dos lo conseguirá, y eso les hará cambiar la mirada.

El punto de vista del norte civilizado, el del espectador, el más obvio y menos relevante, estará representado por la escandalizada viuda de la víctima, Mrs. Colbert (Lee Grant): "¿Pero qué clase de personas son ustedes? ¿Qué clase de lugar es este?". La mirada del racismo sureño está en cada uno de los magníficos personajes secundarios, y también en el Jefe Gillepie. La visión de Tibbs es diferente, única, porque ha vivido en ambos mundos y los conoce bien, aunque quizá no se conozca tan bien a sí mismo.

En la secuencia más gloriosa de la película, Tibbs y Gillespie visitan al Sr. Endicott (Larry Gates), un cacique local, un terrateniente sureño del algodón de ideas cercanas al esclavismo, que podría ser sospechoso del crimen. Al final de la secuencia el inspector Tibbs ha perdido las ganas de abandonar el pueblo, su motivación por acusar a Endicott del crimen le hace perder la objetividad policial de la que había hecho gala. En dos primeros planos extraordinarios que ponen fin a la secuencia vemos el asombro perverso del gordo jefe de policía blanco: "Muchacho, es usted como todos nosotros", y cómo Tibbs acusa el golpe, sin frase, dándole la razón internamente.

Cuando Tibbs se recupera, la resolución del crimen pasará por su actuación en un ámbito "prohibido a los blancos", aunque quizá no se lograría sin el apoyo de Gillespie. El policía negro, inteligente y formado, y el policía blanco sureño, básico y brutal, pueden colaborar. Más allá de este mensaje superficial, lo interesante es su relación personal. Llegan al máximo nivel de intimidad al que pueden llegar, algo cercano a la amistad, pero la película no nos cuenta fábulas, no estamos escuchando la murga del ‘Imagine’ de John Lennon. Tibbs y Gillespie saben que ninguno puede convertir al otro, y no se esfuerzan por intentarlo, cada uno es él mismo y cada uno aprende a ver lo bueno que hay en el otro, y a compadecerse del lado más penoso de su opuesto.

La película se llevó cinco Oscar en 1967, entre ellos el de mejor película, mejor guion adaptado y mejor actor secundario (Rod Steiger). Tuvo muchas más nominaciones. Sin duda gran parte de su éxito se debe a la innovadora dirección de Norman Jewison. Moderna, anticipadora del cine de los setenta, naturalista, pero aparecen los zoom, los primerísimos planos, los planos cortos ajenos a la acción. El plano general es el que teóricamente se utiliza para ubicarnos en la escena, pero aquí importa ubicar al espectador psicológicamente más que geográficamente, para ello se utiliza magistralmente el plano corto sin interrumpir ni ralentizar la acción: una mosca, el faro de un coche, un trozo de tarta de aspecto rancio.

Igualmente clave es la banda sonora compuesta por Quincy Jones, cuyo nombre siempre aparece cerca de obras de enorme importancia. Además de ser una figura extraordinaria del blues y del jazz (valga como ejemplo el tema principal de esta película, interpretado por Ray Charles), Quincy Jones fue más tarde el productor del ‘Thriller’ de Michael Jackson, del ‘Color púrpura’, de Spielberg, o de la serie ‘El Príncipe de Bel Air’, entre otras muchas y sorprendentes piezas clave del puzle cultural del siglo XX.

En 1967 Sidney Poitier trabajó en tres películas magníficas: ‘En el calor de la noche’, ‘Rebelión en las aulas’ y ‘Adivina quién viene a cenar esta noche’, con Spencer Tracy y Katharine Hepburn. En las tres se aborda de una u otra manera el asunto racista, y en las tres, por encima de sus diferentes guiones y realizaciones, creo que Sidney Poitier representa un estilo y un mensaje propio frente al racismo, el de la dignidad, la dignidad de todo ser humano, irrenunciable, aunque tantos seres humanos se empeñen en renunciar a ella, y el mensaje de que a través del esfuerzo y del compromiso ético con uno mismo cualquier hombre puede superar los obstáculos impuestos por los prejuicios y la sinrazón. Es el mensaje de la dignidad contra la estupidez, más que contra el racismo, porque aquella está en la raíz de éste. Es un mensaje incompatible con las cuotas raciales que distribuyen hoy día los óscar y con los ostentosos desatinos de la white shame. Resulta imposible imaginar que aquel Sidney Poitier, símbolo de la dignidad y del respeto por uno mismo, se dejase adorar por un grupo de pijos blancos arrodillados.

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