23/08/2015
 Actualizado a 12/09/2019
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De cuantos negocios conocí, siempre consideré el del parking como el más rentable: un espacio en el que se estacionan los vehículos temporalmente y que pagan por ello sin que nadie los atienda o los dirija, es decir, una empresa sin más empleados que el impávido de la máquina recaudadora.

Ahora sé que, en esa escala empresarial, le surgió una competencia insuperable, la de los cobradores de las multas de tráfico. Esfuerzo loable el de dichos ‘empresarios’ en impedir malos hábitos o atropellos de sus queridos ciudadanos, si no fuera porque todo el mundo está de acuerdo en que lo que sobremanera les importa, lo que se esconde detrás de su filantrópico interés es, no sólo la advertencia sobre incidentes o desvaríos automovilísticos que a diario suceden en una capital de provincias o en sus carreteras, sino un desmedido afán recaudador avalado, faltaría más, por las ‘leyes vigentes’.

La pizca de rencor que pueda descubrir el lector en estas líneas, a buen seguro la hará suya porque en cualquier ocasión se habrá topado con casos de probada injusticia parecidos al que comienzo a describir. Transitando el año pasado muy cerca de Zamora –por la N-630 desde León, camino de Badajoz– observo por el espejo retrovisor un vehículo de la Guardia Civil de Tráfico pegado al mío. Al momento observo la aguja que marca la velocidad de mi coche y la acoplo a los 90 km hora, que es la apropiada para no recibir multa alguna. Por delante un camión nos hace aminorar la marcha a ambos, pero llegada una prolongada recta decido adelantarlo y me acoplo al ritmo de los 90, perseguido por el coche vigilante de Tráfico.

Pasados unos cuantos kilómetros, el ‘verdiblanco’ me adelanta y hace señales aspaventeras con el brazo y con las luces de colores instándome a detenerme. Lo hago con la seguridad del deber cumplido como conductor, y sonrío cuando el agente me pide la documentación. ¿Sabe por qué le hemos obligado a detenerse?, comenta circunspecto. Ni idea, contesto, he controlado la velocidad desde que los vi subidos a mi chepa, respondo sabiondillo. Usted ha adelantado a un camión unos kilómetros atrás y ha pisado la raya continua. Jaja, sonrío, lo adelanté limpiamente; jamás se me habría ocurrido arriesgarme a pisar la raya continua sabiendo, como era el caso, que circulaban ustedes justo detrás de mí.

Impasible, el agente comienza a redactar el pliego inculpador y me entrega la copia con ademán indolente. Y entonces uno achanta la muy y dice entre dientes cagüenlaputa, serán cabrones... Lo primero que hago es averiguar el importe de la reprimenda: doscientos euros. Agente, le digo, sabe que no es cierto lo que usted expone. Y, además, le conmino a que lo demuestre: enséñeme la foto o el vídeo donde se muestra la infracción. Por toda respuesta, da media vuelta y parte raudo con su compañero, supongo que en busca de un nuevo incauto.

En cuanto llegué a casa me puse, manos a la obra, a redactar un pliego de descargo: dispuesto estoy, decía en el escrito, a claudicar con los doscientos euros, siempre que me demuestren la razón de la denuncia como consecuencia –según ustedes– de mi descuidada manera de conducir. Detallé la fisonomía del agente: un veterano con perilla que hizo caso omiso a mis explicaciones.

Como no recibí respuesta alguna (y nadie en casa recuerda haberla recibido), deduje con el paso de los meses que habían aceptado mis referencias, mi lógica disconformidad con el Sean Connery de turno, y que habían dado carpetazo al asunto.

Lo rocambolesco no tardó en integrarse en mi espinoso discurrir diario: al abrir con prudencia días atrás (es decir, un año después del sucedido) la notificación por correo de la Agencia Tributaria, descubro un embargo de doscientos cuarenta euros que a saber de qué origen o incidencias. Acaso el IBI de la casa, o el de la declaración inadecuada de la renta, en fin, las mil y una cargas que impone la municipalidad. Pues ni de coña.

Llegado que hube a lasede de la Hacienda local, la funcionaria me remonta a los doscientos euros que la Guardia Civil de Tráfico no es capaz de embargar en mis cuentas resecas. Y ahora todos estos casos, dice, los trasladan a esta Agencia Tributaria… con cuarenta euros de propina. Pero yo no pisé la raya continua, musito de manera pueril. Y ella sonríe, no sé si por compasión y/o por no decirme a las claras «vete dándote por jodido».

A estas alturas del artículo pensé meter entre líneas un exabrupto por encima de los habituales, pero me retracté, no fuese a incrementarse el dispendio. Era el caso, tal como me fue abriendo la caja fuerte de mi memoria la amabilísima funcionaria, que ahora los recibos incobrables de Tráfico los pasan a Hacienda, como si quisieran los ‘traficantes’ salvaguardar su autoritarismo injustificable (por esa regla pueden asegurar, sin prueba alguna, que ibas circulando en sentido contrario, y a partir de ahí –¡que no son diez, ni quince, ni veinte euros!– te crujen: ¡¡doscientos, trescientos, cuatrocientos euros, es decir, sesenta mil pesetas de las de siempre!!, casi un sueldo por un desliz que, encima, no cometiste), como si quisieran justificarse, digo, en el paraguas familiar y modoso que bambolea en nuestra conciencia, el de que Hacienda somos todos. Y toda una mañana en el furgón de mala leche que llega a su apogeo cuando tengo que pagar cuatro euros del parking por las horas perdidas en el asunto.

Y digo yo que qué coño tiene que ver Hacienda con un gazapo en la carretera que, además, no fue tal, y que, claro, si yo contrato a un abogado me puede salir por el ojo de la cara porque, además, interpreto que al otro, al gobierno –qué sé yo si nacional, autonómico o local– le importa un bledo ganar o perder en el asunto, y que ellos no van a pasar por los malos momentos que, ganador o perdedor, me aguardan.

Yo le había dicho al Sean Connery que no, y él que sí, y yo le volví a decir que no, y él que sí. Y al fin, lo que parece marcar la ley es que ellos, los que dicen que sí, tienen razón porque sí.

¿Un parking? ¡Qué va! ¿Se imaginan ustedes el negocio, por lo demás consolidado, de un diminuto coche de tráfico escondido durante unas horas tras unos matorrales en una cuesta abajo, con la excusa de la salvaguarda de nuestra integridad (y además qué integridad si, en cuanto se percata uno de su presencia, le obliga la circunstancia a pegar un frenazo que lo lleva patinando de un lado a otro de la carretera aunque vaya a 60), y de quienes, en definitiva, cumplen con su obligación laboral en el interior del vehículo y aprietan el gatillo de su metralleta fotográfica sin parar?

En el colmo de mi desatinada imaginación, los observo jubilosos, como si les cayese la baba a cada disparo. Boccato di cardinale, con esa frase al uso –si bien ultrajando la gramática italiana– reseñamos los españoles esa imagen.
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