Bob Wilson moderniza ‘Turandot’

El escenógrafo estadounidense asombra en el Teatro Real con un montaje minimalista del canto de cisne de Puccini. Este jueves Cines Van Gogh exhibe la grabación con Gregory Kunde e Irene Theorin

Javier Heras
20/02/2020
 Actualizado a 20/02/2020
Irene Theorin en una imagen de la ópera Turandot de Puccini.
Irene Theorin en una imagen de la ópera Turandot de Puccini.
El texano Bob Wilson (1941) se ha consolidado en las últimas décadas como uno de los nombres indiscutibles de la escena mundial. Director, autor, pintor, arquitecto, escultor, actor y videoartista, en el terreno musical colabora con Philip Glass, Arvo Pärt o Baryshnikov y fascina con sus planteamientos abstractos. El Teatro Real, que ya lo había ovacionado en 2011 por su prodigioso ‘Pelléas et Mélisande’ y en 2012 por ‘Vida y muerte de Marina Abramovic’, acogió hace dos cursos su versión de 'Turandot', coproducida con Toronto y Houston.

El coliseo madrileño representaba esta obra maestra por segunda vez en toda su historia; la primera había sido en 1998. El canto de cisne de Puccini, situado en una China legendaria, invita a enfoques barrocos, pero Wilson huye del naturalismo y la grandilocuencia. Aquí insiste en sus habituales decorados minimalistas, muy depurados, geométricos y visualmente impactantes. Otra marca de la casa es el uso expresivo de la iluminación: ya en los años 70, el mismísimo Luchino Visconti lo elogió por «pintar el escenario con la luz». La economía de elementos resalta el peso de los actores, que permanecen casi estáticos. El regista no ofrece respuestas, sino que deja abiertas las interpretaciones, a la vez que libera este título de los tópicos orientales.

Cines Van Gogh retransmitirá este jueves a las 20:00 horas una grabación en directo de ‘Turandot’. En el reparto, el estadounidense Gregory Kunde (1954) culmina una trayectoria de cuarenta años. Él, que se dio a conocer en los papeles ligeros, se ha reinventado como Otello, Radamès o, aquí, el príncipe Calaf. Su brillo y seguridad son una garantía para el aria más famosa de la historia, ‘Nessun dorma’. A su lado, la sueca Irene Theorin, soprano dramática wagneriana. Desde el foso, el atento Nicola Luisotti logra un discurso fluido, equilibrado y lleno de matices.

La última gran ópera de la tradición italiana siempre da pie a la sorpresa. Ya en su estreno, en 1926 en La Scala, el director Arturo Toscanini –íntimo del compositor– bajó la batuta en el tercer acto, tras el suicidio de Liù, y se giró hacia el público. «En este punto murió el maestro», dijo, y abandonó el podio. No quiso interpretar el deslucido final que completó Franco Alfano (a partir de 36 folios de borradores de Puccini, fallecido de cáncer antes de rematarla). Ese borrón no es suficiente para desalentar al público, que adora su acción rápida y condensada, su profundidad psicológica y la fuerza de sus escenas. ‘Turandot’ confirma a su autor como un genio del drama. No es de extrañar que el experto Agustí Fancelli la denominase «ópera en Cinemascope».

Después de toda una carrera de libretos realistas como ‘La Bohème’ o ‘Tosca’, aquí el genio de Lucca (1858-1924) elaboró un cuento, sobre una princesa que reta a sus pretendientes con tres enigmas y –como la esfinge– les corta la cabeza si se equivocan. La leyenda se remonta a la literatura persa, aunque él la conoció en la adaptación de Friedrich Schiller. Cuando la vio en teatro, pese a no comprender los diálogos en alemán, tuvo muy claro su potencial. Trabajó junto a los libretistas Adami y Simoni, y dejó su impronta tanto en los temas (la reivindicación del poder femenino, el odio, la pasión) como en su carácter, siempre humano. Nada lo refleja mejor que la incorporación de la emotiva Liù, la esclava que se sacrifica por amor, contrapeso de la gélida Turandot. Por su parte, los sarcásticos Ping, Pang y Pong se mueven en grupo, como marionetas, en un homenaje a la commedia dell’arte veneciana del siglo XVI.

En la partitura, el autor de ‘Madama Butterfly’ fundió tres estilos: la tradición italiana, el color exótico de Asia y las disonancias del siglo XX. Lo más sorprendente es esto último, la armonía: desde el primer acorde, furioso, transmite el terror de Pekín. La orquesta suena modernísima, influida por Schönberg y Stravinski, que en el ballet Petrushka había experimentado con la bitonalidad (dos acordes de tónica a la vez). Sin embargo, a Puccini siempre lo distinguen las melodías cantables, como el encuentro de Calaf y su padre o el adiós de Liù. En cuanto al tercer universo sonoro (el folclore chino), no solo lo integra en la instrumentación –con el uso de percusiones como el gong–, sino en las melodías, que emplean escalas orientales e incluso adaptan canciones populares: el coro de niños entona la famosa Mo-Li-Hua, «la flor de jazmín».
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