28/06/2015
 Actualizado a 17/09/2019
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Todo cambia tan deprisa, que hasta el Blablacar, cuya fórmula de transporte –lejos de los convencionales métodos del autobús o del tren– conocen ustedes de sobra (uno se mete en internet, busca la cuenta del enlace para comprometer su presencia en tal o cual lugar de nuestra geografía con intención de desplazarse a cualquiera otra, ya sea Badajoz, León, Barcelona o Cuenca, y allí espera la presencia del ‘transportador’ que se encargará de depositarlo en el lugar determinado), ha cambiado de forma apreciable.

El año pasado, sabedor de la asiduidad de mis viajes a León, mi hijo me recomendó contactar con Blablacar (o que él mismo lo haría desde su cuenta en internet, puesto que yo nunca lo había hecho) para ‘transportar’ a quien fuera desde Badajoz, donde resido, hasta León, donde vive parte de mi familia y donde mantengo vínculos con infinidad de amigos. Al instante, desde el enlace que él mantenía habitualmente, le dieron respuesta: a tal hora y en tal dirección recogerás con el vehículo a tres personas para dejarlas en Salamanca y en León. El precio solía oscilar aproximadamente (dependía de la distancia del trayecto) entre veinte y treinta euros.

La ventaja consistía, tanto para ellos como para mí (además de la económica), en la comodidad y, sobre todo, en la compañía adolescente (son, en mayor medida, los jóvenes quienes utilizan este método). Fue él, como digo, mi hijo quien promovió, en un momento determinado, la posibilidad de aprovecharme de mis habituales desplazamientos a León para sacar rédito de los acompañantes en el itinerario, y él quien llevó las riendas preparativas del Blablacar: «Padre: te apunté para llevar a tres chavalas: a una la dejas en Salamanca y a las otras dos en León».

Y allí estaba yo, echando cálculos y llegando a la conclusión de que el viaje me iba a salir gratis. Y así pudo suceder, si no hubiese sido por el cargo de conciencia que, a lo largo del trayecto, fue minando la idea que yo había ajustado a lo establecido. La compañía resultó placentera: aquellas muchachas irradiaban la belleza y la alegría propias de su juventud, un combinado en el que yo procuraba añadir, de vez en cuando, pequeñas dosis de humor que ellas aceptaban con generosa euforia. Puedo afirmar que nunca me resultó tan corto el trayecto que a menudo recorro a lo largo de la Ruta de la Plata, hasta el punto de depositar a la muchacha salmantina, como muestra de mi evidente optimismo, no «donde te venga bien a ti» me había dicho, sino en su casa del Barrio de Garrido. Es más, le ayudé a transportar su maleta hasta la misma puerta y (rizando el rizo) no permití que me abonase los dieciocho euros estipulados. El beso de despedida que me dio la chavalina me insufló mayores ánimos, si cabía, que los que, de por sí, había ido recibiendo durante el viaje.

La distancia entre la capital salmantina y León (por suerte se ha acortado ahora con la puesta en servicio de la autovía Salamanca-Benavente) sirvió para que mis acompañantes fuesen narrando los momentos de los que iban a disfrutar en la inminente Feria de San Juan, y de los que, con igual placer, lo haría yo en la Fiesta de San Pedro en Puente Castro (verbena incluida) con mis amigos. Cerca ya de la Virgen del Camino, me dio por pensar que no quedaría bien haber renunciado a la cuota de la salmantina, como lo había hecho, y no comportarme de igual manera con las leonesas, paisanas al fin y al cabo y no demasiada lejana la residencia de ambas –una en Padre Isla y la otra en El Ejido– y en esa disquisición me iba martirizando hasta que, cruzado Ordoño y circunvalado Santo Domingo, me detuve junto al portal de quien dijo estar encantadísima de haberme conocido y quien, cuando deposité en el suelo su mochila, echó mano del monedero, movimiento que yo corté de lleno con la mía para declamar (¡qué vergüenza!), «en absoluto, aquí estoy yo para lo que haga falta». Aunque lo único que recibí como agradecimiento, tras la oferta, fue un leve apretón de manos. Como cabe suponer, la última pasajera, la de El Ejido, ya se había percatado de mi largueza, y ni siquiera amagó el pago: la dejé junto a un semáforo y se despidió desde él con la mano abierta. Los reproches de mi hijo me alarmaron al día siguiente. Sabedor –él mismo me explicó que por conductos de los propios clientes de la empresa– del nefasto negocio que había gestionado, Blablacar no le consideraba cliente fiable.

Como decía, eso sucedió el año pasado. En las mismas fechas acabo de llegar cargado con un par de ‘polizones’ desde Badajoz y ya no hubo necesidad de tales tejemanejes: alertada la empresa del inconveniente de dejar en manos de ‘pardillos’ como yo la cuestión recaudatoria, ahora cada viajero ingresa con tarjeta en la cuenta de blablacar su pago, cuota que, con toda seguridad y descontado el porcentaje de la compañía, se encontraba ya en la mía. No sé si, como consecuencia de ello, la relación entre piloto y pasajeros resultó un tanto anodina.
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