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Bienvenido a los Estados Unidos

13/11/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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Mi primera visita a los Estados Unidos se remonta a 1994. El viaje de cinco semanas lo organizaba la Junta de Juan José Lucas y tenía por objetivo que adolescentes como yo aprendieran el idioma del Tío Sam integrados en familias de Pensilvania. Nos podía tocar desde una tienda de campaña en los patios traseros de un suburbio hasta una mansión con piscina gigante en un barrio residencial. Yo me tiré los primeros siete días conviviendo con cuatro españoles, un monitor de Pucela y dos padres de acogida, actores aficionados. Llamaba a León y les decía a mis viejos que no se preocuparan, que pronto estaría solo con tan peculiar pareja y no pararía de hablar inglés. La segunda semana, ya en el papel de hijo único, los profesores nos llevaron de excursión tempranera a Washington. No olvidaré aquella jornada, con toda la tarde libre para pasear por la capital del imperio perdí el camino de vuelta al autobús y tuve que solicitar ayuda a un policía que vigilaba la Casa Blanca. Sin móviles, ni internet, el amable oficial se las apañó para trasladarme en su coche patrulla hasta el punto de recogida. Las luces azules del vehículo, la sirena zumbando y tres horas de retraso desembocaron en el primer aviso: «Otra más y te vuelves a España». La segunda no tardó en producirse, pues uno de mis progenitores adoptivos me dejó solo en su coche. El calor, mi inconsciencia y una palanca que no era la del aire acondicionado hicieron el resto. El auto se deslizó unos centímetros arañando la valla metálica. «¿No habrás intentado robarlo?», preguntó el ofuscado propietario. Y así, ensuciando cada poco mi inmaculado historial, llegué al tercer incidente que consistió en salir de una obra de teatro, protagonizada por el otro padrastro, para explicarle a una chavala de Segovia que yo no era un delincuente. Allí, bajo la luz de la luna y en pleno morreo, resonó una voz que decía «estás expulsado, prepara tu maleta». Llamé a mi madre, le conté lo mismo que acaban de leer ustedes y varias horas después ‘la que nunca se cansa de esperar’, tremendamente enfadada, me dijo «te creo, pero ya hablaremos a tu regreso, te van a cambiar de familia así que deja de liarla que igual acabas con un mono naranja». El resto de la historia forma parte de un antiguo expediente judicial ya que estuve metido en una furgoneta casi veinticuatro horas, la mitad de camino al aeropuerto de Nueva York (con final en una sala para deportados) y las otras doce, de vuelta al estado de Maryland para vivir dos semanas en una base militar, acogido en casa de un marine destinado en Oriente Próximo.
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