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Biden, ¿regreso a la cordura?

25/01/2021
 Actualizado a 25/01/2021
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En algunos lugares he visto críticas a lo que se considera un exceso de cobertura mediática del cambio de administración en los Estados Unidos. No en los espacios de televisión norteamericanos, naturalmente, sino en los europeos, y, particularmente, en los españoles. Es cierto que vivimos un tiempo de gran sobredosis de información, la mayoría de las veces imposible de digerir adecuadamente, de lo que se aprovechan algunos con aviesa intención. Pero si mucha información es mala (tantas veces contaminada, claro, por los bulos en alza), poca, o ninguna, sería todavía peor. Es necesario buscar el equilibrio en esto, como en casi todo. Es necesario saber separar el grano de la paja y la brocha gorda del trazo fino. Ya sabemos que muchos insisten en la brocha gorda, porque odian los matices y los detalles. Una democracia va, sobre todo, de comprender y respetar los matices.

Lo cierto es que la proclamación (o inauguración, como ellos dicen) de un nuevo presidente de los Estados Unidos tiene algo de espectáculo, o mucho, no sé si como para transmitirlo en directo en muchas partes del mundo, pero también se hace eso con los Oscar, y con otros festivales o galas menores, sin contar la Super Bowl, o las finales de la NBA. En fin, espectáculo. Pero también algo más. Y mucho más en esta ocasión. La pandemia ha privado a la mayoría de la gente seguir en directo la ceremonia en Washington, en ese mismo lugar de Capitol Hill donde sucedieron esos abominables hechos unos días antes. Además del virus, las medidas de seguridad aconsejaron limitar drásticamente la asistencia: en realidad había soldados, policías, periodistas y políticos, en ejercicio o retirados, y unos pocos invitados. Las televisiones han cobrado aún más importancia de la que normalmente tienen, llevando las imágenes no sólo a los países que las transmitieron en directo (como España, y prácticamente toda Europa), sino a los propios norteamericanos.

Esa cierta épica, esa emoción de lo simbólico, que sin duda gusta mucho en Norteamérica, pero no solamente allí, estuvo presente, aunque sólo fuera para resarcirse de esos cuatro años de tosquedad política con la que nos ha obsequiado Trump. Sus numerosos seguidores habrán visto la proclamación de Biden con disgusto, eso es seguro, pero otros muchos habrán sentido un gran alivio al contemplar en las pantallas que la administración anterior llegaba a su fin. Y no sólo por el fin de sus políticas: también, o, sobre todo, por el fin de sus malos modos, ese aire desabrido y poco elegante que desde luego no es una cuestión baladí. Los ciudadanos merecen alegría, merecen ser bien tratados por sus gobernantes: vivir en perpetua discusión, hacer de la tensión una forma de ejercer la política, embarrando el terreno de juego, significa gobernar con poca altura, y, en cierto modo, no entender el verdadero significado de la democracia.

Ya, ya sé que esa forma de hacer política se ha extendido como otra epidemia más. Sin duda. Como un pernicioso virus ha saltado de un lugar a otro, de un país a otro, e incluso de unas ideologías a otras. No parece tener freno, no parece haber vacuna para eso. Aunque la verdad es que nosotros somos la vacuna. Que Biden vaya a revertir en lo posible las políticas locales y globales de Trump significa que esa epidemia, que daña brutalmente el tejido de las democracias, puede tener más difícil la posibilidad de contagiarnos, aunque el contagio existe y probablemente ha venido para quedarse.

Muchos creen, y lo cierto es que no faltan paralelismos con la actualidad sanitaria, que el trumpismo permanecerá, incluso sin Trump, mutando a su manera, camuflándose para abrirse camino, saltando de unas sociedades a otras, intentando penetrar las defensas de nuestros sistemas inmunitarios. No sólo con las redes sociales como vehículo de contagio, uno de los más peligrosos, sino utilizando, como siempre, el caldo de cultivo de las sociedades actuales, amenazadas por la economía y por la siembra del miedo, y, por tanto, confusas, divididas y lo bastante debilitadas, quizás, como para poder defenderse con eficacia ante la infección. Ojalá me equivoque.

La toma de posesión de Biden fue rápida y sentida, sin público en la explanada de Capitol Hill, como decíamos, pero con muchos millones pendientes del escenario en todo el mundo. Más allá del espectáculo, estaba la importancia decisiva de este cambio de administración en concreto. Las dudas sembradas por Trump de manera reiterada sobre los resultados, sus dificultades, por no decir su negativa, a la hora de reconocer la victoria del candidato Demócrata, el ataque al Capitolio que permanecerá como una página triste en la memoria de la gente, y la decisión final del presidente saliente de no asistir al acto de proclamación de Biden, llenaron de oscuridad las últimas semanas. No sólo de oscuridad: también de mezquindad, de estupefacción. La política debe alejarse de los caprichos individuales.

Aunque sólo sea por el cambio de tono, las cosas parecen ya muy diferentes. Claro que el tono no solucionará los problemas enquistados, que son numerosos. Me gustó que Biden hablara de unidad, pero me gustó más que se refiriera a sanar las heridas. La verdadera política debe sanar. La experiencia del vicepresidente le dice, o eso creo, que la tarea que tiene por delante es colosal. Ciclópea. Muchas cosas juegan en su contra, incluyendo, claro, todo ese pasado que hay que revertir. Estados Unidos presenta una gran división, quizás al cincuenta por ciento, una economía en gran recesión, al menos desde febrero del año pasado, una deuda disparada. Todo, incluida la economía, con los datos más preocupantes en más de medio siglo, invita a volver a empezar. A cambiar no sólo las formas, sino algo mucho más profundo.

Los primeros días de Biden han demostrado que hay una urgencia por esos cambios. No podría ser de otra manera. El localista Trump no inició, dicen sus defensores, conflictos militares, aunque eso no ha evitado que el orden internacional se haya visto sacudido durante su mandato. Tanto que todo ha terminado en una especie de caos, en una notable confusión. Biden debe traer claridad, y, sí, debe evitar confrontaciones: aunque parece obvio que su mayor batalla está ahora mismo en casa. Pero que haya detenido el muro (se habían construido unos 700 kilómetros en la administración Trump), que quiera revertir cuanto antes las nefastas políticas migratorias, que vaya a reincorporar a Estados Unidos al Acuerdo del Clima de París y a la OMS son indicadores de que estamos, al fin, en otra clave. En la clave de la cordura.
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