21/08/2020
 Actualizado a 21/08/2020
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Cuando era niña y veía una araña en mi dormitorio y chillaba histéricamente para que mi padre la matara, era en vano porque él decía que las arañas se comían las moscas y había que dejarlas en paz. Ahora mi hijo vive una historia de amor-odio por las arañas. Las vigila de lejos, las teme. Viene a contarme los progresos que hacen en la galería donde tiene los juguetes, si tejen, si se multiplican, si hay nuevas inquilinas. Le di un bote de plástico de Nescafé y lo usó para guardarlas dentro, así podía ver cómo iban tejiendo sus telas. El experimento fracasó porque metió tantas arañas en el bote que se comieron unas a otras.

Eso fue después de lo de las hormigas. Alguien nos regaló un terrario para hormigas. Son dos láminas de plástico con una pasta verde donde las hormigas van excavando sus galerías. Fuimos una tarde de cacería. Había que conseguir hormigas grandes que tuvieran suficiente fuerza para excavar en el terrario. Se me ocurrió poner un poco de miel en un bastoncillo y meterlo en un hormiguero. Al instante tenía un montón de insectos pegados, pero imposible despegarlos. Tardamos un rato en lograr meter un puñado de hormigas en el terrario: cuando introducíamos una, se escapan las otras. Finalmente nos fuimos muy ufanos con nuestro falso hormiguero rebosante de hormigas bien gordas. Y pensé: ¿qué comerán? Yo no sabía que esa pasta verde era también su alimento, así que les eché trocines de galleta. La galleta enmoheció, y todo el asunto se convirtió en una cosa verde y repugnante sobre una meseta de la cocina. Acabó en la basura –reciclable, eso sí–.

También tuvimos la época escarabajil: un enorme escarabajo ciervo y un enorme escarabajo rinoceronte, ambos muertos y disecados, rodaron por mi dormitorio y por el salón durante días. Hubo una de bichos bola. Esa fue de las peores. Las cochinillas de la humedad estaban por todas partes, entre los lapiceros, en los cajones de la cocina, hasta en mi cama.

Volviendo a la actual, la de arañas, Martín y yo acabamos de tener un momento de anagnórisis arácnida, cuando descubrimos nidos de araña entre las zarzas. Resulta que fuimos a moras y vimos que algunas arañas tejían una especie de cuevas –más bien terroríficos agujeros negros– y que si te fijabas bien, a la puerta estaba siempre el bichín acechando. He de reconocer que, así como la caza de hormigas tenía su aquel, la de arañas no me atrae en absoluto. Así que Martín ha tenido que conformarse con observarlas sin tocarlas. El amor de madre por un hijo bichólogo tiene sus límites.
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