03/01/2023
 Actualizado a 03/01/2023
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El 31 de diciembre del 335 fallecía en Roma un papa, cuyo nombre se recuerda en toda España cada fin de año. Fue el primer papa tras las persecuciones romanas, en tiempo de Constantino: San Silvestre. Y ese mismo día nos ha dejado otro gran papa, Benedicto XVI. Recuerdo seguir en directo la noticia de su elección en casa de mis padres y la alegría que experimentó mi madre al oír el nombre elegido por el nuevo papa. Mi madre se llama Benedicta. No se puso Juan Pablo III, sino Benedicto, no sé si por Benedicto XV, el Papa que tanto buscó la paz durante la I Guerra Mundial, o si por el gran San Benito (Benedictus) patrono de Europa.

Ha sido un gran teólogo, pero el primer libro suyo que compré, allá por los años 70, cuando aún no era obispo, no fue un tratado teológico, sino un precioso libro de homilías. La profundidad no está reñida con la sencillez y la claridad. Más tarde, antes de ser papa, apareció otro excelente libro, una entrevista hecha por Vittorio Messori titulada ‘Informe sobre la fe’. No puedo olvidar las vomitivas críticas y descalificaciones que un día sí y otro también hacía entonces de Ratzinger un conocido periódico español, que antes le llamaba nazi y aún hoy le llama inquisidor. No es raro que en un mundo de pensamiento débil como el nuestro las lúcidas enseñanzas de un sabio como Ratzinger no siempre sean valoradas. Es una pena.

Uno de sus gestos más llamativos ha sido el no aferrarse al poder, reconociendo humildemente sus limitaciones y presentando su renuncia. En todo caso flaco favor le hacen quienes han dicho que sigue siendo el auténtico papa, considerando a Francisco como ilegítimo. Sin duda todos los extremismos son malos.

Desgraciadamente con frecuencia tiene que morir alguien para que se reconozca su valía. En el caso de Benedicto XVI ya nos gustaría que no nos limitáramos a reconocer sus cualidades, sino que sus enseñanzas fueran tenidas en cuenta en este mundo tan desorientado, cuyo problema no es solo la crisis de la fe, sino también de la razón. Lo bueno de la Iglesia, desde sus comienzos, es que contó siempre con grandes sabios, conocedores no solo del Evangelio, sino de la cultura de su tiempo. Ratzinger ha sido gran estudioso de los pensadores contemporáneos, incluidos los ateos, y también ha experimentado la admiración de muchos de ellos. Por ejemplo, de Gustavo Bueno.

«En la memoria de Dios no somos una sombra, un mero recuerdo, sino que estar en ella significa vivir enteramente, ser nosotros mismos» (Ratzinger, ESCATOLOGÍA). Que así sea.
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