26/12/2021
 Actualizado a 26/12/2021
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No es día de noticias ni lecturas indigestas, metabolizando aún el primer envite a las neveras, que deberán ser repuestas de inmediato, ahora con las uvas encabezando la lista de la compra. El ambiente está cargado -en sus distintas acepciones-con la familia en casa y la calefacción a turno completo. Hay migas por todas partes, botellas vacías en espera de reciclaje y la cocina huele a cordero que en paz descanse. Por el suelo, jirones de papel de regalo que un barbudo dejó bajo un abeto atiborrado y los niños, consumida esa ilusión que dura lo que se tarda en abrir los paquetes, ya piensan en los Reyes Magos. Cuerpos entumecidos y bocas tan secas como los restos de comida de dos días, que hoy reaparecerán en la mesa, con una ensalada que lo hará parecer un menú fresco. Es día de sobras y contenedores desbordando excesos.

Así andan las cosas, superado el primer asalto de esa navidad falsificada, de cuarenta días con sus noches, según el calendario de San Capitalisto, convocándonos con miles de lucecitas veladoras de realidades, brillos verbeneros y un villancico machacón repitiendo todas las conjugaciones posibles del verbo consumir, hasta agotarlo… para hacernos más felices. Y a lo lejos, donde acaban esas luces cada vez más sectarias, atrayendo el consumo hacia el núcleo urbano, la Navidad en penumbra de los barrios y sus farolas melancólicas.

Es en una de esas sombras donde vive Julia, que podría representar a cinco millones de personas y El Crucero, a cualquier punto de España donde el frío apriete. Sobre la mesa camilla, un frutero con naranjas y unos polvorones prohibidos por un médico invisible. Las naranjas son la esencia de su Navidad porque aún recuerda el sabor de la primera que comió, con diecinueve años, en una Nochebuena. En el aparador, cuatro bolas hundidas en un nido de espumillón. «Bueno, el otro día estaba de humor…» –nos dice como justificando algo– y levanta dos de ellas guiñando un ojo y mostrando que están rotas por debajo, como cascarones brillantes volcados, camuflando la pobreza que ella no percibe porque piensa que las cosas son para siempre, estén como estén. Como su propia vida, que también le dura toda la vida, esté como esté, con la dignidad del que, pasando estrecheces, cree no carecer de nada. «Bueno, el invierno es duro… el brasero no calienta toda la casa y la calefacción este año ni la enciendo». Julia ignora que cruzó el umbral de la pobreza hace tiempo, cuando se la instaló el frío en casa y empezó a aliviar la artrosis ovillándose tras el cristal, como el canario, apurando hasta el último rayo de sol que las mañanas traen a su ventana. Así recarga el cuerpo con la única energía que puede permitirse, hasta que la manta cubra las tardes y noches.

La resignación de Julia solo la explica su bendita ignorancia. Qué va a saber ella de ese circo llamado COP26 hablando de justicia con la población que más paga las consecuencias de la crisis energética provocada por otros. Ella solo sabe que ahora la pensión no le alcanza, sin cuestionar la ética de los que han convertido un servicio básico en artículo de lujo y lanzan consignas para evitar el dispendio energético, mientras se permiten el lujo de despilfarrarlo en luces ‘navideñas’ durante cuarenta días, sin sonrojarse siquiera, ante más de cinco millones de españoles pasando frío en sus casas. Los mismos que un día oyeron que vivían por encima de sus posibilidades y sin saber cómo, han acabado viviendo por debajo de sus derechos.

Qué va a saber Julia de todo esto.Ella, desde esa bendita ignorancia, piensa que los adornos que ve desde noviembre serán cosa de jóvenes, que apuran tanto el tiempo y para todo tienen prisa. Simplemente agradece los destellos que estos días, cuando oscurece, se cuelan por su ventana y bailan por el techo matando las habituales sombras. Pero lo que más le gusta es la estrella que aparece en su pared como un capricho del destino. En realidad, todo esto es el reflejo de la decoración navideña del comercio sobre el que vive. Y aunque no estaba previsto, se remanga, despierta a José, María y al Niño que dormían en la caja de zapatos y los coloca sobre el tapete de ganchillo, justo debajo de esa sombra de cinco puntas que convierte el rincón del cuarto en una Navidad pequeñita, creada para ella, en la que sólo echa en falta los villancicos. Que a nadie se le ocurra explicarle la delirante historia que acabó con ellos.

Ante tanto circo, la habitual huida al silencio y al calor de una chimenea, este año con un desgarro personal que me permito dejar aquí, con mis disculpas, porque hoy valen sentimientos. No me resisto a dedicar unas palabras a mis tres estrellas, una pequeña constelación confinada por esta pesadilla que vivimos, y decirles que a pesar de su ausencia: mi Navidad son ellas.

Pan para los que no lo tengan, luces para los que las necesiten… y Salud y Calma para todos.

Y a Julia, Feliz Navidad. La tuya. La que, con tres figuritas, una sombra estrellada y unas naranjas, mantienes intacta.
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