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Bélgica, más advertencia que modelo

José Luis Gavilanes Laso
08/04/2016
 Actualizado a 17/09/2019
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En una poca incierta, como la actual, en la que el empleo y la seguridad de todas las naciones se ven expuestos a presiones sin precedentes que escapan a todo control, estarán en mejores condiciones aquellos países cuyos gobiernos puedan ofrecer algunas garantías de protección sin restricción de las libertades civiles y políticas. En este contexto, Bélgica, una sociedad prácticamente sin Estado a juicio de algunos observadores, lejos de ser un modelo, puede ser una advertencia. Traigo esto a colación tras el reciente atentado de Bruselas, que ha puesto de manifiesto la fragante incompetencia de las fuerzas policiales belgas y consecuentemente una sensación de inseguridad y desconfianza en la ciudadanía, sin duda favorecidas por la compleja estructura institucional belga.

Bélgica es un país pequeño, de extensión doble que la provincia de León, pero veinte veces más habitado que ella. Karl Marx la tachó de «paraíso de los capitalistas». Muchos exiliados y expatriados han pasado por el país y no todos han dicho cosas buenas de él. Sin embargo, para otros, Bélgica tiene mucho de encomiable, más allá de las virtudes de la cerveza, los gofres, las patatas fritas y buena protección social; pero lo más destacado actualmente es quizá que este pequeño país sea paradigma de los peligros que acechan al Estado democrático en todas partes.

Bélgica nació en 1831 con el apoyo de las grandes potencias de la época –Francia, Prusia, Gran Bretaña, entre otras–, ninguna de las cuales quería que cayera bajo la influencia de las demás. El territorio que ocupa había sido el reñidero de la historia de Europa como codiciado objetivo territorial: españoles, austriacos, franceses napoleónicos, holandeses, prusianos y más recientemente, Hitler, han invadido Bélgica reclamando partes de su territorio. De modo que a los belgas se les puede disculpar de todo menos de incertidumbre sobre su identidad nacional. No es extraño que la mayoría de los belgas sólo se identifiquen con su comunidad local.

Este pequeño país en que todos conocen a alguien en un cargo que puede hacer algo por ellos y apenas existe la idea de Estado autónomo, neutral o desapasionado, tiene dos rasgos que lo distinguen especialmente. En primer lugar, su sistema de patronazgo generalizado, que comienza en los ayuntamientos y llega hasta lo más alto del Estado, ha dejado a los partidos políticos reducidos a vehículos para la distribución de favores personales. En segundo lugar, Bélgica tiene un muy difícil problema de lenguaje. En la mitad septentrional del país se habla neerlandés o flamenco; en la mitad meridional, francés. Bruselas, oficialmente bilingüe, es en la práctica un enclave francófono en el sector de habla neerlandesa. En 1913 se aprobó oficialmente el uso del neerlandés en los colegios, los tribunales y el gobierno local flamencos. En 1932 se dio un paso crucial y el neerlandés no solo se permitió sino que se exigió en las escuelas flamencas. La unión de lengua y región –la creación de dos territorios administrativos monolingües separados administrativamente, que sólo coincidían en Bruselas–, se hizo inevitable.

El Estado unitario belga está constituido como un sistema federal. Hay tres regiones: Flandes, Valonia y Bruselas-capital, cada una de las cuales tiene su propio parlamento elegido (además del parlamento nacional). Después están las tres comunidades: la de habla neerlandesa, la francófona y la germana. Éstas también tienen sus propios parlamentos. Son regiones y comunidades lingüísticas que no coinciden exactamente: hay germanoparlantes en Valonia y algunas ciudades francófonas dentro de Flandes. Para todos ellos se han establecido privilegios, concesiones y mecanismos de protección especiales, una fuente constante de resentimiento para todas las partes. Las consecuencias de todo esto son absurdamente engorrosas. La corrección lingüística (y la constitución) ahora exigen, por ejemplo, que el Gobierno nacional, sea del color político que sea, esté «equilibrado» en el número de ministros de cada lengua y que el primer ministro sea bilingüe (normalmente un flamenco). También es obligatoria la paridad lingüística en el Tribunal Constitucional. En consecuencia, Bélgica ya no es un Estado, ni siquiera dos, sino que es, a juicio del historiador y politólogo Tony Judt: «un parche desigual de autoridades que se solapan y duplican».

Formar Gobierno resulta difícil: requiere acuerdos multipartidistas entre las regiones y dentro de ellas «simetría» entre coaliciones de partidos nacionales, regionales, comunitarias, provinciales y locales, así como una mayoría suficiente en los dos grandes grupos lingúísticos y paridad lingüística en cada nivel político y administrativo. Ha habido dieciocho gobiernos entre las dos guerras mundiales y treinta y ocho desde 1945.

Con esta estructura de Estado de escaso control gubernamental, no es sorprendente la gran incidencia de la corrupción y el soborno a alto nivel, que ya hizo exclamar a Baudelaire: «Bélgica está sin vida, pero no sin corrupción». Pues desde antaño Bélgica se ha hecho tristemente famosa como terreno de actuación de sofisticados delincuentes de cuello alto como de baja estofa Pongamos tan sólo dos casos. A finales de los ochenta del pasado siglo, el Gobierno belga adquirió 46 helicópteros militares a la empresa italiana Agusta y adjudicó a la compañía francesa Dassault el mantenimiento de sus aviones F-16; más tarde se reveló que el Partido Socialista (entonces en el Gobierno) había recibido sobornos en ambas operaciones. Un importante líder socialista que sabía demasiado, André Cools, fue asesinado en un aparcamiento en Lieja en 1991; otro Etienne Mange, fue detenido en 1995, y un tercero, Willy Claes, ex primer ministro, secretario general de la OTAN y ministro de Asuntos Exteriores en el momento de los contratos fue declarado culpable en 1998 por aceptar sobornos.

Un caso más grave es el de Marc Dutroux, responsable directo de una red de pedofilia internacional dedicada a la trata de blancas, pues facilitaba niños y niñas para el placer de poderosos clientes en Bélgica y en el extranjero. Entre 1993 y 1996, este tipo y sus cómplices, que actuaban en las deprimidas ciudades industriales del sur de Valonia, fueron responsables del secuestro, violación o asesinato de seis niñas, dos de las cuales murieron de hambre en un sótano de la propia casa de Dutroux. Lo que provocó la ira pública no fueron sólo los crímenes, sino también la asombrosa incompetencia y falta de colaboración de la policía encargada de la búsqueda de los criminales. Las fuerzas de policía belgas son muchas y están divididas. Hay docenas de cuerpos responsables tan sólo del entorno más próximo. Está la Policia Judicial, de ámbito nacional en teoría, pero en la práctica dividida entre las barriadas locales y dirigida desde ellas. Luego está la Gendarmería, el único cuerpo verdaderamente nacional pero que sólo cuenta con dieciocho mil efectivos. Estos cuerpos no cooperan en compartir la información. Y en el caso de Dutroux incluso compitieron entre sí, cada uno tratando de adelantar a los demás en la búsqueda de los secuestradores de las niñas. Ante esta obstaculización de la información y la incompetencia no extraña que los terroristas yihadistas de Bruselas, cuya capital es también la sede de Europa, pudiesen actuar poniendo en práctica sus macabras intenciones sin necesidad de demasiadas precauciones.
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