25/09/2020
 Actualizado a 25/09/2020
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Nunca un otoño nos vio llegar tan viejos a su puerta, agotados de vivir en vigilia permanente, esquivando el filo de un año hecho añicos. Nunca nos vio tan niños y asustados, sin distinguir lo real de lo fantástico, entre la niebla. Venimos tan desgastados que al ver la serenidad del otoño, asomando en el umbral, apetece entrar y derrumbarse en sus brazos. Contarle que en su ausencia, el mundo quebró por marzo, los viejos cayeron al vacío, la primavera nos ignoró, el verano nos puso alas y fuimos camicaces. Que tras romperse relojes y almanaques, las brújulas enloquecieron y ahora las palabras Norte y Sur son armas arrojadizas. Y hay Sur por todas partes porque los que mandan, enredados en guerras de poder, esconden su estrepitoso fracaso tras una ristra vergonzosa de banderas, provocan divisiones que distraigan y queman en la hoguera de sus vanidades el tiempo y presupuesto que deberían estar salvando a los que están al Sur de su soberbia. Y mientras sobreactúan, la pandemia avanza…

Sólo una catarsis otoñal podría purgar estos brotes y rebrotes de odios provocados, negándoles una nueva primavera. Hasta entonces, mejor salir del lodo, pisar barro y hojarasca, sanearnos tierra adentro y sentir en el recuerdo la algarabía lejana de los magostos bercianos con olor a chorizos y castañas y amigos unidos por el embrujo del fuego. El mismo fuego que caldea el rumor de los calechos babianos, con olor a pan regado con vino y cantares, a coro con el griterío de vendimia en las riberas, donde pies descalzos y faldas remangadas, pisan uva en los lagares. Las esquilas anuncian que las merinas se llevan el verano, con el adiós de niños que cogen avellanas. Del Tuéjar llega siseo de guadañas segando los otoños y el traqueteo de un carro arrastrando a duras penas una carga de leña. Qué distinto sería todo si los que gobiernan sobre alfombras, pisaran estos otoños leoneses y la paz que rezuman el barro y la hojarasca.

Si George Eliot fuera leonesa, nunca habría escrito esto: «Si yo fuera un pájaro volaría sobre la tierra buscando los otoños sucesivos». Porque aquí, donde haya cocinas con escaño, calor de lumbre y abuelas con cazuela, removiendo el tiempo hasta que el mundo huela a membrillo y compota de manzana, hay un otoño. Este viaje catártico acaba en Las Muñecas, al encuentro del único hombre que, emulando el poema, hoy hace un año, partió de allí con la última bandada de golondrinas libres, perdiéndose en el fondo de un otoño eterno. Se llamaba Isaac. El otoño con el que hablo.
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