12/03/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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Empecinados como estamos en las disyuntivas de nuestros días, a saber: si prestar más atención a la hipotética formación de un tambaleante e improbable gobierno por parte de líderes esponjosos y fatuos, o a la erupción judicial de tantos años de podredumbre institucional en partidos que se rasgan las vestiduras y se ponen otras nuevas sin dilación, despreciamos (¿por lejano, por ajeno, por embarazoso…?) uno de los problemas clave de nuestro tiempo; como si no viviéramos en el mundo, esa tradicional predisposición hispana. Los refugiados. Históricamente, los refugiados retratan dos países, dos territorios. Uno, el de partida, del que denuncian una situación insoportable para la vida de quienes lo abandonan. La miseria, la tiranía o la guerra suelen ser los motivos de este desarraigo. Y si su derecho es buscar un lugar mejor, nuestra obligación es respetar esa durísima decisión sin violar sus derechos, sobre todo aquí, que tanto presumimos de ellos. El otro, aquel país que anhelan alcanzar o en el que se detienen, se define con mayor fidelidad aún: la hospitalidad que dispensa dice todo del espíritu de un lugar y sus gentes. Y el nuestro está podrido. Mucho más que los comportamientos que airean los juzgados.

Todo, en este asunto, provoca enorme vergüenza: los miserables compromisos de acogida, incumplidos todos, las imágenes, las cifras, el trato inhumano, la vena fascista de algunos gobiernos, tan penosamente evidente, tan útilmente esquivada en toda ‘cumbre’. Que ahora se pretenda comprar la deportación de miles de personas con el trapicheo de un futuro en la Unión para una Turquía que no cumple mínimos de respeto a los derechos humanos, solo indica que es Europa la que está bajando el listón en ese terreno, quizás para equilibrar las cosas, para hacerse menos Europa, para enrocarse más. Tenía razón aquel poeta griego de Alejandría: «¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?» No llegaron, no eran ninguna solución. Éramos nosotros, los bárbaros.
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