24/05/2020
 Actualizado a 24/05/2020
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Era inevitable volver sobre ‘Tiempo de silencio’, la gran novela de Luis Martín Santos: «…nos arrastramos y nos vamos yendo hacia el sitio donde tenemos que ponernos silenciosamente a esperar silenciosamente que los años vayan pasando y que silenciosamente nos vayamos hacia donde se van todas las florecillas del mundo…».

Pues sí, volver sobre el tiempo de silencio era natural cuando nos escondimos en las casas y cuando el suelo dejó de temblar, según cuentan los sismólogos, y cuando hubo una caída súbita en los niveles de ruido, según refieren los ingenieros, y cuando por semana santa se produjo el momento más silencioso de los últimos años, según relatan los medidores de ondas, y cuando el descenso de la contaminación acústica fue de tal magnitud que llegamos a creer que sería así por siempre en la nueva normalidad.

Mas no podía, no debía ser cierto. Fue apenas un paréntesis tan irreal como la vida que vivíamos así callados, así refugiados, así inquietos. Cómo habría de ser tal en un país donde lo que siempre prevalece es la barahúnda, el alboroto y el lío. Se encargaron enseguida de devolvernos a nuestro ser los animadores de vecindarios con sus altavoces y su música estridente; les acompañaron pronto las discusiones parlamentarias con sus improperios, sus tonos agrios y su retórica espinosa; y les siguieron por fin las cacerolas y los gritos, nuestra esencia patria nunca superada, el unto del gen español.

La barahúnda, sí, el ruido, la confusión y el desorden grandes. El barullo no sólo de palabras, también de fases, de órdenes, de mascarillas, de pruebas, de cifras, de expertos, de noticias, de bulos, de mensajes, de colas, de expedientes, de alarmas, de vacunas y de dramas, la mayor parte de ellos sumidos en el silencio. No sé a estas alturas qué echaremos más de menos, si la muy antigua normalidad o si los días de clausura, cuando los ritmos sosegados invitaban inevitablemente a la lectura y al aislado gozo de un aplauso solidario y compartido desde la ventana.
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