18/04/2021
 Actualizado a 18/04/2021
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Puesto que rehenes somos sin remisión de las entidades financieras, cualquier maniobra que al menos haga de mi celda un espacio más habitable me es bienvenida. A ello atribuyo que mi banco de toda la vida haya puesto a mi alcance un gestor con quien conectarme. Gestora en este caso, se llama Amelia.

Confieso que no sabía muy bien cómo entrar por esos vericuetos pues sigo siendo demasiado analógico para los tiempos que nos corren. Sin embargo, durante los meses del confinamiento me decidí a enviarle un mensaje prospectivo. Tuve éxito y, desde entonces, intercambiamos mensajes y llamadas telefónicas con cierta regularidad. Para mí, prisionero en esa cárcel que son ahora los bancos (quizá ya lo eran antes y no me había dado cuenta), ella es como una avecilla que me canta al albor.

Hablo con mi gestora de mis inquietudes, que seguramente son las de ustedes, y ella siempre me responde de una manera gentil, aunque no me resuelve gran cosa. Recientemente, por ejemplo, le he preguntado por qué de día en día hay menos cajeros automáticos si resulta que ser atendido en una oficina bancaria es hoy mucho más difícil que hacerse una PCR. También me he interesado acerca del cierre de esas oficinas porque, digo yo, si el dinero y todos sus entornos son una necesidad básica y de comunión obligatoria, cómo proceder si no hay donde hacerlo. Normalmente Amelia no me aclara mucho. El día que más labia me ha dado fue uno en el que me interese por las criptomonedas, pero ahí el que no se enteró de nada fui yo. También me habla más de lo que yo quisiera de planes de pensiones y de seguros de vida.

Hace unos días, después de leer la prensa y enterarme de que el llamado con buen tino banco malo, el que inventó de Guindos, aumentaría la deuda pública en unos 35.000 millones de euros, la interrogué directamente sobre el asunto, tan a bocajarro que a bocajarro se cortó la comunicación. Como cuando le pregunté por lo de Villarejo. Me preocupa. Quizá estemos a punto de que llegue un ballestero.
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