20/09/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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El récord de velocidad en el circuito del Guggenheim de Bilbao (más conocido como ‘La Caseta del Perro’) lo tenemos una chica de Villafranca y un servidor. Lo establecimos hace ya muchos años y permanecerá más. No recuerdo qué exposición había, pero era un bodrio, o eso nos pareció, por lo que tardamos en visitarla no más de cinco minutos. Aunque era muy temprano, acabamos en el bar del museo, tomándonos varias cervezas, dando palique al único camarero que había, que, por cierto, no era camarero, sino el cocinero jefe, de nombre Josean, natural de un pueblo de León y luego, muy poco tiempo después, galardonado con una o dos estrellas Michelín. Está claro que, a uno, el arte moderno no le dice gran cosa, seguramente debido a mis amplias lagunas culturales y deportivas.

El viernes de la semana pasada, todos los telediarios emitieron un reportaje sobre una ballena varada en el río Manzanares, en la ciudad de Madrid. ¿Cómo pudo llegar hasta allí? Se preguntaba a los pobres paseantes qué pensaban del suceso y todos estaban escandalizados porque, según ellos, al animal se le veía sufrir. Incluso sangraba. Luego nos aclaraban que aquello no era real, que el bicho era de plástico y que los responsables de la añagaza querían llamar la atención del público sobre las consecuencias del cambio climático. Hasta el ayuntamiento de la capital había colaborado, (económicamente, se entiende), en la performance.

Me pregunto, inocentemente, cuánto dinero costó el aquelarre. Mucho, no cabe duda, porque el señuelo estaba hecho a conciencia, además del traslado y posterior retirada, que tuvo que movilizar a camiones, grúas y bastante personal. Todo para que los ciudadanos nos demos cuenta de que algo está cambiando en el clima. Querida alcaldesa de Madrid: para este viaje no necesitamos tantas alforjas llenas de dinero de todos. Llevamos más de treinta años advertidos de que el planeta se calienta y que, en gran medida, es por nuestra culpa. Exceptuando al Presidente de Estados Unidos y a sus seguidores negacionistas (los mismos que siguen creyendo que la Tierra es plana, que tiene cuatro mil años de antigüedad y que el Dios iracundo de las Escrituras echó de verdad a Adán y a Eva del paraíso) el resto de la humanidad lo sabe de sobra. Otra cosa es que pongan los remedios necesarios, que, por desgracia, nunca serán suficientes y que, además no lo hacemos con la insistencia necesaria, puesto que nos va en ello la supervivencia. Lo mismo que nuestro gobierno interino, ma non tropo, ha declarado la guerra a los coches diésel (resolución a todas luces necesaria y valiente, aunque desastrosa para la mayoría de automovilistas) se echan de menos otras medidas de choque. Uno, en su afán de ayudar, propone a continuación algunas, como, por ejemplo, el sacrificio de todas las vacas del planeta (menos las de la India por los motivos que todos conocéis). ¿Por qué esta medida tan extrema? Hombre, no sé si sabéis que las vacas tiran muchos pedos y que, al hacerlo, expulsan una cantidad ingente de metano a la atmósfera, aumentando exponencialmente el agujero de la capa de ozono. Un desastre, sin duda, que traerá graves consecuencias a las futuras generaciones. Fuera las vacas, los burros que aunque muchos menos son, también, maquinas de cuescos andantes, los gochos y las ballenas. Sí, también las ballenas porque, aunque sólo tiren uno al día, nos os quiero contar su potencia de destrucción.

Menos mal que mi abuelo Vicente está el pobre criando malvas desde hace muchos años, porque, de estar vivo, también él tendría que ser exterminado. Fue, durante mucho tiempo, el rey de las ventosidades en el pueblo. Tiraba unos pedos que llegaron a asustar a los que los oían, obligándoles a meterse en casa corriendo, presos de pavor. Por lo que me han contado, parecían truenos o las trompetas de Jericó anunciando el fin de los tiempos. Otra medida urgente sería la de prohibir los vuelos de los aviones de la CIA, el Mosad y el MI6 con los que nos están bombardeando con no sé qué sustancia que, además de joder el ozono, nos vuelve más idiotas y obedientes de lo que en realidad somos. Y basta ya de estupideces utilizando las performances del arte moderno.

Estos remedios tan sencillos nos darían cierto cuartel a la hora de combatir el dichoso calentamiento y no chorradas como el ver un cachalote en la orilla de un río, que tiene poca o ninguna transcendencia, piensa uno, a la hora de comprender que el mundo se va a acabar y que sólo nos queda para luchar contra esta certeza, aliviarle de la mayoría de sus habitantes, empezando, claro, por los de cuatro patas. Salud y anarquía.
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