02/01/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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El color insólito con que la luz de poniente inflama una tapia vieja que estás cansado de ver y que no reconoces. La fragancia de ciertas plantas que no sé identificar. La niebla del primer día de niebla. Un abrazo de mi hija que no le había pedido. El abrazo de mi otra hija, que llevaba reclamándole un rato. Risas diáfanas como campanas resonando en la bóveda de un cielo luminoso. El primer trayecto en coche de mi hija mayor. Cuando veo salir a escena a mi hija pequeña y durante unos instantes dudo que sea ella, tan mujer parece ya. El final de una larga discusión que se condensa en un mohín de complicidad. Un paseo en bici en medio de la arboleda, junto al río. Una pareja de corzos asustadizos que me sobresalta mientras camino en medio del monte. La somnolencia imbatible de un domingo a mediodía, sentado, con el rostro bañado por el sol. Una tarde que se hace noche entre cervezas y conversaciones atropelladas con dos amigos. Otra tarde igual. Y otra.

Una música que, al comenzar, te eriza la piel. Una ciudad desconocida en un país extranjero en la que desearía vivir. Volver a un lugar conocido y reconocerlo. Un cuadro que admiro desde siempre y que, al verlo por primera vez, se me ofrece más hermoso de lo que esperaba. Una canción amada y olvidada que suena por casualidad en la radio del coche. Cerrar los ojos en compañía y engañarte pensando que nada malo puede suceder en ese instante. Una mano que toma la tuya cuando lo necesitabas y no lo sabías. La sonrisa perfecta atrapada en una fotografía imperfecta. El roce de unas sábanas, una espalda. Un suspiro. Calor. Un amanecer que se demora en el alféizar, atardeceres prendidos de las hojas de los árboles más altos.

El café que tomas con un amigo el día que tu padre ha muerto y, al fin, puedes llorar. Y algunas otras cosas más, que callo. Motitas. Constelaciones desperdigadas en un océano de oscuridad. Soplos de felicidad que se esfuman tal como llegaron, sin aviso, sin detenerse. El balance de un año.
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