Balada del Tamaduste (y 3): el Malpaís

Fragmentos inéditos de los 100 días confinado en la isla de El Hierro / Por el camino voy cantando: basalto lava escoria piroclasto toba pumita; basalto lava escoria piroclasto toba pumita

Valentín Carrera
06/07/2020
 Actualizado a 06/07/2020
Roque de las gaviotas, en El Hierro (foto Alicia Saturna).
Roque de las gaviotas, en El Hierro (foto Alicia Saturna).
El frescor de la mañana invita al paseo. Me calcé las Salomon de senderista vago, metí una botella de agua en la mochila y salí a la descubierta. En el primer recodo, el Señor de los Gatos daba de comer a los gatos. En la calle siguiente, el Hombre que construye barcos se afanaba en colocar una pieza mínima en su maqueta inacabable. Bienaventurados los jubilados, porque ellos verán a dios.
-De alguna manera, hay que echar el tiempo para atrás-dijo sonriente el Hombre que construye barcos-.

Cerca de la casa del Hombre que construye barcos empieza un sendero distinto a cualquier otro camino que exista en el mundo: el sendero de Malpaís, un paseo de una hora entre rocas volcánicas, atravesando un paisaje lunar, o tal vez de Saturno. Todas las formas infinitas de la naturaleza se dan cita aquí, una extensión de lava volcánica en la que se han ido acumulando sucesivas erupciones. Es un paisaje distinto a todo -casi antártico- porque no hay un solo árbol, ni vegetación de ningún tipo, ni siquiera líquenes, salvo en algunas zonas resguardadas del norte pequeñas manchas amarillas, anaranjadas o blanquecinas. Tampoco hay animales, ni siquiera lagartos, y a pesar de estar en la línea de costa, escasean las gaviotas y pardelas: no hay nada que comer.

La gama de colores del Malpaís es mineral, sin cinabrios ni diamantes: solo grises, todos los grises imaginables, desde el metálico del basalto a las cenizas, casi negras, pasando por el gris pardo del travertino. El paseo es una sucesión de mantos de lava, escorias, piroclastos, tobas y pumitas, que es como llaman los geólogos a la piedra pómez, que usaban las abuelas para pulir las callosidades de los pies.

A un lado y otro del sendero, el basalto da paso a almagres y tierras rojas sucias, deshechas en lapillis, meteorizadas. El contraste es tremendo: rocas gigantescas y, al lado, una llanura granulada, que apetece pisar descalzo, como una playa, pero la falsa arena -escorias- no se deshace. Todo el paisaje es fantasmagórico, digno de Lovecraft: contemplo un enorme roque ha surgido del mar o del cielo: del mar, por elevación -ahora no estoy, ahora estoy-; del cielo, por erupción de alguno de los 600 conos volcánicos que hay en El Hierro.

La no roca madre está agujereada -esta isla está hueca, me dijo un día el Señor de los Gatos-; el cubo interior que Chillida quiso horadar en Tindaya, aquí en El Hierro viene de fábrica, sin necesidad de gastar los 50 millones de euros que hubiera costado remover 62 millones de metros cúbicos de traquita -arenisca volcánica- de la montaña sagrada de Fuerteventura.

Chillida murió sin ver cumplido su sueño -o alucinación-. Se equivocó: en vez de escoger Tindaya, tendría que haber venido a Malpaís, que ya está hueco. Todas las rocas que observo son combinaciones de agujeros: las pequeñas parecen agusanadas por surcos que dibujan celosías minúsculas; en los roques grandes se agazapan cuevas, como las que habitaron los primeros bimbaches, oquedades por las que el agua se filtra y desaparece, quién sabe si hasta el centro de la Tierra. Malpaís tiene sed eterna.

Tras una hora caminando, llego al final del sendero y me siento a descansar a la orilla del mar, frente al roque de los Puentes. Saco mi moleskine y anoto. Esta roca es redonda como guijarro de río, pulida por la erosión: la acaricio y resulta suave al tacto, sólida, compacta, su piel de basalto es tersa y limpia. A su lado, otra roca de un gris ligeramente distinto está agujereada como un queso de Gruyere: ¿qué implosión, qué explosión, qué extrusión, qué fuerzas hicieron posible estos laberintos tallados en la roca? Poso los pies sobre unas cenizas rojas, y un poco más allá, lo que quisiera ser playa se acerca a la orilla en forma derretida, un pan de broa, maíz y centeno, desmigajado sobre el mantel.

El mantel es el azul interminable: la lámina de agua que alcanza mi vista desde esta orilla donde estoy sentado hasta la línea perfecta del horizonte. Un mantel azul, limpio, reluciente, recién estrenado cada mañana, sobre el que alguien ha colocado un salero vertical, el roque de las Gaviotas; bajo ese mantel, nadan y comen los alfonsiños.

Regreso a casa con la mochila de Pulgarcito cargada de joyas y migas volcánicas, y por el camino voy cantando: basalto lava escoria piroclasto toba pumita; basalto lava escoria piroclasto toba pumita. Esta noche he vuelto a escuchar el llanto de las pardelas, el gemido triste de los niños sin cuna que traspasa la bahía del Tamaduste. Nadie se baña a estas horas, pero la oscuridad me atrae como un imán y salgo a nadar bajo la luz de la luna. En la retina solo un deseo: volver.
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