Balada del Tamaduste (2): el huerto de Pepe

Fragmentos inéditos de los 100 días confinado en la isla de El Hierro

Valentín Carrera
29/06/2020
 Actualizado a 29/06/2020
Pepe el jardinero con sus plantas.
Pepe el jardinero con sus plantas.
Confinado en El Tamaduste, he visto llegar de repente un batallón, un ejército de nubes negras desde el oeste, trepando por encima de las crestas de Valverde y cubriendo al instante el cielo sobre nuestras cabezas, y oscurecer el sol, y derramar su lluvia benéfica, pero tan escasa, sobre las coladas de lava sedientas. Apenas cuatro gotas y ya ha vuelto el sol a su trono, a quemar implacable la piel y las baldosas; ya he aprendido que no puedo ir a nadar descalzo, la tierra quema bajo los pies al mediodía, y solo estás a salvo chapoteando en el frescor de este charco de agua salada donde habito: un tamaduste.

Pero es al atardecer cuando los caprichos se dan cita en la línea de costa: el sol no cae, desaparece, ya se ha puesto tras la montaña, por el oeste, pero sus rayos reflejan en la cúpula de no sé qué espejos celestes y proyectan sobre el mar un arco iris, muy teñido de todas las gamas de rojos, malvas, anaranjados y violetas. Ya no está el sol, pero su luz navega en línea recta hasta el espejo; y la bahía, ya en sombras, contempla cómo el sol baña aún la isla de La Gomera y la cumbre del Teide, una pirámide perfecta.

Otro nuevo decorado, esta vez una acuarela impresionista, de tonos suaves, pastel que impregna el aire que respiro, sentado en una peña de basalto, contemplando el mar, por el sendero del Malpaís.

El huerto de Pepe


Desde que entramos en fase 2, no perdono el paseo cada tarde. Se ha convertido en oxígeno. Al salir, encuentro al vecino, el jardinero, trabajando en su huerto urbano: dos parterres trapezoides delante de su casa, en mitad de la acera. Saca una manguera por el balcón, la conecta al grifo de la cocina y riega su vergel. A veces se asoma Lupe, su mujer, y le suministra herramientas a través del balcón, o comenta la jugada:

-Esa parchita está un poco mustia -dice, acariciando con la voz y la mirada los pétalos y estambres de una flor etérea que en mi tierra llamamos pasionaria o la flor de la pasión: cinco pétalos y cinco sépalos que representan a los doce apóstoles (Pedro es primus inter pares y Judas no está ni se le espera); tres pistilos con la forma de los clavos de la cruz de Cristo, y una corona púrpura de espinas. Qué desaforada imaginación botánica: toda la semana santa resumida en la planta agridulce del maracuyá.

La parchita es como un pariente cercano para Pepe: recubre todo el parterre y el jardinero va guiando sus frágiles zarcillos para que el brote tierno se enrede en el anterior, y el hijo de este en el siguiente. A medida que voy cogiendo confianza con los vecinos, en vez de saludar y seguir mi paseo, saludo y me paro a conversar. Echo un pitillo con Lupe, yo a pie de calle, ella apoyada en la balaustrada de madera, y me cuenta las novedades del día. No se imaginan la de novedades cotidianas que genera una pequeña comunidad. Dan para llenar tres telediarios cada día.

Luego, si me intereso por alguna planta desconocida, y todas son desconocidas para mí, salvo los tomates, pimientos y cilantro que veo escondidos, Pepe me da una lección de botánica canaria, sección herreña.

-Esta es la sanjora -dice de una col con forma de rosa de los vientos geométrica que parece dibujada por Leonardo da Vinci, el cogollo verde se destiñe hacia las puntas que señalan todos los puntos cardinales y vegetales.

-Esta no se da en El Bierzo. Nunca había visto una, ¿cómo dices que se llama?
-Sanjora. En tu tierra sería rara, porque es una planta endémica de El Hierro.
Saco la moleskine y anoto: «Sanjora, hojas suculentas, recuerda al aloe», y Pepe me corrige:-No, el aloe es este, mira, las hojas son más largas, como lanzas, con pequeños picos en borde.

-Si necesitas aloe, cortas una hoja cuando quieras -interviene Lupe desde el balcón.
Hago ademán de seguir el paseo, pero Pepe se viene arriba y me indica unaa una todas las plantas escondidas en la selva de su parterre, cuyos nombres nunca había oído: verodes, tabaiba, tunera, margarita de Lanzarote, sanjora negra, teresita. Las observo, anoto sus nombres, hago fotos con el móvil, grabo los colores y las formas caprichosas en la memoria, me maravillo de la variedad exótica, canaria, herreña, sahariana, africana.

Al otro lado de la calle hay dos palmeras, un cocotero altísimo que desborda la cornisa de las casas, un framboyán de tronco retorcido que es una verdadera escultura vegetal; unas adelfas venenosas, estás sí las he visto en Galicia; y el hibisco, provocador, carnal, frutal; y también la buganvilla, que trajo a Europa el explorador Bouganville. Un arbusto majestuoso, cuajado de flores violáceas: «Esta buganvilla es de Podemos», le digo a Pepe con un guiño; y el jardinero sonríe, y yo prosigo mi camino recitando el poema: patita verodes tabaiba teresita sanjora; patita verodes tabaiba teresita sanjora.

Al regresar del paseo, me fijo por primera vez en una placa atornillada frente a mi portal: vivo en la calle de Los Verodes. Confinado en un rincón del paraíso donde la brújula señala siempre el mar de las calmas.
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