16/04/2020
 Actualizado a 16/04/2020
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En octubre de 1940, Heinrich Himmler, jefe de las SS, de la policía política (la Gestapo), y posteriormente comandante en jefe del ejército alemán, visitó España. Hacía poco más de un año que había finalizado la guerra civil española, ganada por el General Franco gracias, entre otras cosas, a la ayuda prestada por los italianos y, sobre todo, por la Alemania de Hitler. Pero esta ayuda no iba a salir gratis a los españoles. Hitler quería que Franco entrase en guerra la II Guerra Mundial para poseer la llave del Mediterráneo (Gibraltar), y para poder extraer los minerales esenciales para su industria que España poseía. En León, por ejemplo, había Wolframio, vital para blindar a sus tanques y para fabricar las puntas explosivas de los obuses de artillería. La crónica de la visita nos cuenta que Himmler visitó Madrid, dónde le hicieron presenciar una corrida de toros, (que no le gustó en absoluto), y Barcelona, dónde tenía especial interés en ver Montserrat, para intentar encontrar el famoso Cáliz de la Última Cena. La verdad es que, además de las dos ciudades más importantes del país, vino a León. Fue un viaje de incógnito, tan de incógnito que no se enteró ni Dios. En León había estado el cuartel general de la Legión Cóndor y su comandante, Von Rischthofen, le había hablado del Cáliz de San Isidoro y de una vieja leyenda sobre un tesoro extraordinario que se encontraba en la Tierra de Campos leonesa, concretamente en Valderas. Allí, cuándo el mundo era nuevo y casi no había tierra, había habido un mar enorme y en él vivían unas ninfas que guardaban un tesoro compuesto por miles de diamantes, zafiros, esmeraldas y pare usted de contar. Sí, ya lo sé: esta historia es muy parecida a ‘El anillo del Nibelungo’, sólo que aquí no había sido robado por los enanos. Además, y en un plan mucho más práctico, quería conocer las minas del metal con el que ganarían la guerra.

Montado en su flamante Mercedes y acompañado solamente por los custodios más fieles de las SS, el líder alemán se puso en camino. España estaba destrozada y lo que vio fue miseria, desesperanza y tristeza, aunque a él eso le importase bien poco. Él, como todos los nazis, carecía de la caridad necesaria para darse cuenta de las desgracias ajenas. Querían conquistar el mundo y saquearlo. Lo demás, carecía de importancia. Después de un viaje eterno, llegó a la villa de Valderas. Lo primero que hizo fue buscar al jefe local de la Falange, para que le sirviera de guía. Este buen señor (gracias a sus descendientes conocemos esta historia), no tenía ni idea de quién era aquel personaje. El traductor le preguntó por los monumentos de la villa y cuándo se enteró de que en el edificio del Seminario había dormido el mismísimo Napoleón Bonaparte, puso los ojos como platos e insistió en ver la habitación que ocupó, que, la verdad, no era gran cosa. Luego de visitar el Seminario, le preguntaron dónde se podría encontrar el tesoro del mar salado del que tanto habían oído hablar. El paisano se quedó callado, mayormente porque no tenía ni idea de lo que hablaban. Para salir del paso, les comentó que, de existir, tendría que estar en la iglesia de Santa María del Azoge, al ser la principal de la villa. Allá se dirigieron y los custodios, el chófer, el intérprete y el paisano, anduvieron buscando cualquier tipo del documento que les guiase al mentado tesoro. Revolvieron todo lo que encontraron y no hallaron nada. De allí marcharon a la iglesia de San Juan y a la Ermita del Otero, pero ni por esas. No había nada que indicase dónde estaba el tesoro. Y nadie, según el falangista, había oído tamaño disparate. De pronto, el Reichsführer sintió un hambre atroz. El jefe local de la Falange no sabía que hacer. Recordó que su mujer había hecho bacalao y que había sobrado bastante. Los llevó a su casa y les obsequió, además, con un conejo guisado, queso y vino de Prieto Picudo. El nazi sólo probó el bacalao y quedó tan impresionado que le preguntó a la señora por la receta. Quiso saber, luego, dónde se pescaba. Cuándo le dijeron que en el mar Cantábrico, quedo estupefacto. ¿Es que allí no había peces? Si, le contestaron, pero eran truchas, escallos, barbos y otros de menor calidad. El bacalao se traía del mar y duraba mucho. Himmler pensó, mientras tomaba café, que, tal vez, cuando allí estaba el mar, este pez fuese el más abundante y que los antepasados de la señora, lo cocinarían de mil maneras distintas. Tal vez, pensó, aquel fuese el famoso tesoro del que le había hablado Von Rischthofen. Pero no, no podía ser. Ese tesoro tenía que existir y ellos, los nazis, tendrían que hacerse con él tarde o temprano. Al marchar, le dio un dineral a su guía, a modo de propina. Ya en León, (que le pareció una ciudad escasa y aburrida), se dio cuenta que el Cáliz de San Isidoro tampoco era el de la última cena. De vuelta a Alemania, se quejó mucho de lo improductivo que había sido aquel viaje tan extenuante...
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