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Azaña en sus frases (II)

08/11/2020
 Actualizado a 08/11/2020
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Como ministro de Guerra, Manuel Azaña, nacido hace 140 años y muerto hace 80, emprendió una profunda reforma del Ejército. Detestado por unos, porque veían en él al hombre que quería «triturar el Ejército» y al impío que persiguió a la Iglesia; es admirado por otros porque quiso modernizar el país, reduciendo el poder eclesiástico y poniendo en su punto a las fuerzas armadas.

La reforma militar de Azaña fue uno de los puntos más cuestionados de su actividad política. Tras la proclamación de la II República, en 1931, una de sus primeras responsabilidades la tuvo como ministro de Guerra. Cargo muy poco habitual en una persona civil.

En uno de sus discursos, Azaña se había referido a la deficiente situación de las fuerzas armadas españolas: «El Ejército servía en España para casi todo: ha servido para dirimir las discordias de la dinastía, ha servido para ir a las campañas coloniales, ha servido para ir a África; pero nunca desde que se acabó la guerra de la Independencia, en 1814, se ha tratado de organizar y formar el Ejército en condiciones tales que pueda competir con el extranjero en una guerra de carácter internacional». España no estaba en condiciones de librar un conflicto bélico con otro país. Sin obviar, en justificación del deseo reformista, la tendencia de intervenciones militares en la vida pública que querían hacerse con el poder y que no dejaron de suceder en España desde el reinado de Isabel II.

Uno de los problemas que afectaban al Ejercito era el exceso de oficiales, que no había dejado de aumentar desde la guerra de la Independencia y que conllevaba que la mayor parte del presupuesto se cubriese con el pago de salarios. En consecuencia, apenas quedaba para invertir en armamento. Así reclamó Azaña esta perentoria necesidad: «No tenemos nada...no hay cañones, no hay fusiles, no hay municiones». Pero, por contra, había superabundancia de estrellato. Para paliar esta realidad insostenible, se promulgó el decreto del 25 de abril de 1931 por el cual se concedía el retiro a los militares que lo solicitasen, con el mismo sueldo de cuando estaban en activo. De este modo, el número de generales pasó de 190 a 72. El de oficiales de 14.882 a 9.716.

Tras esta drástica medida se originó la marcha, por lo general, de los militares más jóvenes y de ideas más avanzadas. Ello hizo que la República perdiese la ocasión de favorecer un relevo generacional en pos de un Ejército moderno fiel a sus principios. Dicho sea de paso, el grueso de las fuerzas armadas españolas no se distinguían entonces, precisamente, por su adhesión al joven régimen republicano.

Pese al impulso regenerador, la política de Azaña no consiguió el objetivo de despolitizar al Ejército y evitar sus continuas intromisiones en la vida civil. Incluso llegó a decir que la «amenaza del sable» era un mito inexistente. Por desgracia, los hechos no tardarían en desmentir sus palabras.

El rapapolvo que se ha echado sobre Azaña no ha sido el deseo de una reforma –que, dada la situación, hasta la derecha más recalcitrante la consideraba imprescindible–, fue la falta de diplomacia a la hora de aplicarla, muy en consonancia con lo que había ocurrido con su política sobre la Iglesia, tal y como he intentado reflejar en el artículo del pasado domingo. Esta falta de tacto hizo que Azaña y sus adeptos republicanos se ganaran enemigos por doquier de forma innecesaria. Según el historiador británico Paul Preston: «Azaña hirió la susceptibilidad del Ejército y emprendió su reforma sin creer necesario halagar el ego colectivo militar».
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