05/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Hubo un tiempo en que las estaciones las marcaba el calendario, al invierno le seguía la primavera y las avellanas nacían en otoño. Ni antes ni después. Lo del agua era sencillo, unos huevos a las Clarisas, para espantarla si había boda y dos rezos a santa Bárbara, para invocarla. Decía el tío José, el más sabio del pueblo, que el cielo nunca engaña y con echarle un vistazo, sentenciaba: mañana se siembra. Y se sembraba. Tanto atinó que predijo el fin del mundo el año que las golondrinas seguían allí por San Froilán. Y acertó, porque murió justo a tiempo para no ver cómo se secó la presa, las abejas huyeron y el señor cura se casó. Nunca supo que aquel desorden climático era mundial, porque su mundo acababa en las lindes de las eras. Tampoco llegó a saber que unos hombres de verde, expertos en la materia, clamaban en el desierto (nunca mejor dicho) pidiendo a los gobiernos que invirtieran en sistemas industriales con emisiones cero, porque el planeta ya lo estaba implorando. Ni que bautizaron a las inclemencias del tiempo con exóticos nombres, que no es lo mismo que te lleve un huracán a que te lleve Kathrina. Ni supo que hombres muy notables, reunidos en torres de marfil climatizadas, celebran Cumbres Climáticas para repetirse que «sí, calor hace, pero eso del calentamiento global… igual es exagerarlo», anotando en sus gráficos los récords de calor y frío, superados sólo por el de su cinismo.

Me alegra que el tío José no oiga los quejidos del planeta, sus llantos torrenciales y sequías febriles, malherida por las selvas taladas y bosques calcinados, asfixiada por toneladas de basura y cielos espesos. El Everest convertido en un vertedero a ras de cielo, y sus fondos marinos, ahora camposantos de plástico, acunando la muerte de los que cruzan los mares del hambre, aferrando su vida a una patera, empeñados en cambiar la pobreza negra por la miseria blanca… Humanos comportándose como si no desearan un mañana. Quizá estemos a tiempo de evitar que sus biznietos hereden un mundo en que el Ártico no exista, los glaciares sean navegables y las morsas sólo asomen en los libros. Los mares avancen tierra adentro y los bosques sean cementerios de ceniza. Donde no exista el rocío, los hombres vaguen buscando agua en lodazales, sin comer moras porque se extinguieron las zarzas, ni pan ni trigo porque los campos sean eriales. Ojalá los humanos recobremos la razón, no llevemos al planeta a la muerte por asfixia y en otoño, los biznietos del tío José recojan avellanas.
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