06/03/2016
 Actualizado a 14/09/2019
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Cuenta mi amigo Lucho Daponte cómo en sus años jóvenes, cuando era futbolista profesional, llegó a ser presa alguna vez del pecado capital de la avaricia, por ejemplo cuando se encontró un buen día contando montones de billetes; y de qué manera dicha contabilidad le provocaba placer por el mero hecho de atesorarlos. En aquel año de 1979 la directiva del Betis recompensó a cada jugador del Getafe CF –el equipo donde jugaba– con trescientas mil pesetas por empatar con el Elche en el último partido de la liga, resultado que le sirvió al equipo andaluz para ascender a primera división. Y allí se encontraba él, con sus compañeros de equipo, contando muy despacio los billetes de mil, con ese afán avaro que ahora le venía a la cabeza. Confiesa que otro tanto le había sucedido tres años atrás, cuando fue traspasado desde un equipo humilde, el Pegaso, al propio Getafe, y, sin venir a cuento porque no estaba estipulado, el presidente del equipo camionero, D. Luis González (nunca se me olvidará su nombre –dijo– ni el día: la víspera de mi boda), le ‘regaló’ cuatrocientas mil pesetas porque en su momento le había prometido el 10% del traspaso, cantidad que se puso a contar con ansia en los servicios de una cafetería de la madrileña plaza de Colón, acompañado de su novia.

Pues eso, que andaba yo haciendo mis arreglos en la casa (a uno, aunque no está jubilado, no le fueron bien en los años de la crisis los asuntos laborales y, en el paro y sin percepción alguna, tiene que emplear su tiempo en tareas domésticas, siquiera sea para calmar a la parienta), ya saben: que si un toldo que desencajó el viento, que si una puerta que chirría, que si una plaquita desencajada en el techo del baño… Y hete aquí que, subido al taburetepara averiguar la causa del desajuste de dicha plaquita, descubro una bolsa en el sobretecho, a saber de qué procedencia. Me empino cuanto puedo y, no sin aprensión, voy aproximando la bolsa. La desanudo y me quedo de piedra: los fajos de billetes (de quinientos euros, de doscientos, de cien…) aprisionados por gomas, me hacen pensar en una broma de alguno de mis hijos. O en la cámara oculta que imagino detrás del espejo del baño. Tomo entre mis dedos un billete púrpura y lo miro y lo manoseo para averiguar dónde se encuentra su falsedad: ¿en la textura? ¿en la transparencia? El billete parece legal. Por salir de dudas, dejo la bolsa a buen recaudo, me acerco al banco con el billete y pido cambio. El empleado de ventanilla lo inspecciona y, sin más, me devuelve cuatro billetes de cien y cinco de veinte. Acudo raudo a casa y empiezo a contarcon usurero interés (¡calculo que la bolsa contiene entre cincuenta y cien mil euros! Pues no señor, aproximadamente un millón de euros: ciento sesenta y seis millones de pesetas). Y me acordé de la conversación con Lucho, de la carga avariciosa que le sobrevino contando, como yo, el dinero.

Cautivo de dicho pecado capital, comienzo a rastrear cada agujero de la casa buscando ‘gemelos’ de los billetes en todos los sobretechos, en los rincones, entre los libros, bajo las camas, en los cajones de los armarios. Nada de nada: ‘sólo’ aquella bolsa de plástico, cuyo valor superaba con creces el de su peso en oro. A la espera de mi santa, que se había acercado a Mercadona, extiendo sobre la amplia mesa del salón todos los billetes y, emparejados con rigor, me dispongo a contar –una vez más, y con minuciosidad– el dinero. El resultado de la suma llegó a oídos de mi mujer, quien al parecer había abierto la puerta y venía cansada y con ganas de bronca: «¡Un millón de euros!», repetía yo una y otra vez. «Déjate de gansadas y ayúdame a subir las bolsas», su frase llegó con precisión a mis oídos, pero yo me encontraba ya espatarrado sobre la mesa y, con los brazos en cruz, cubría parte del tesoro. En cuanto vio el espectáculo, lo primero quehizo ella fue mirar al techo, como si éste hubiese desaparecido dejando vía libre a tanto maná contable. ¡Pero nosotros estamos a verlas venir!, exclamó en un mohín de desconcierto. ¿De dónde ha salido esto?

Yo (¡qué podía hacer!) me encogí de hombros, tumbado sobre la mesa. Estaba claro que no era ella la dueña de la bolsa. Tomó en sus manos uno de los montoncitos y se puso a contar muy despacio, manteniéndolo en su regazo, con esa avaricia que comenzaba a engrandecer cada uno de los billetes que desfilaban por sus dedos. Mientras duraba la tarea, no dejaba de preguntarme yo también de dónde coño había salido aquel dineral. Ella, como si me leyera el pensamiento, me preguntó si había entrado alguien en casa, alguien a quien hubieses llamado para arreglar una puerta, una tubería, un armario… lo que tú no sabes hacer, cariño, dijo sibilina. Yo seguí sembrando dudas con mi entrecejo fruncido. Pasó el dedo pulgar por su lengua y siguió contando billetes con un gesto alocado que yo desconocía. Entre montoncito y montoncito murmuraba no sé qué de fontaneros y de Ikea.

Al fin, quedó pensativa y mirándome a los ojos susurró: "Estos van a ser los mismos de los que, dicen, van dejando millones en los altillos de las casas".
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