04/10/2020
 Actualizado a 04/10/2020
Guardar
Hace un par de años, habiéndome sobrevenido una avería urgente en el elevalunas del coche, encargué la reparación a un taller de Midas. Maldito el día, porque la ventanilla ha estado dando fallos los siguientes veinticuatro meses, sin faltar ni un día a la cita con el crujido y el temblor. Como hube de dar mi correo, la franquicia me bombardea con publicidad. Y aunque la catalogué como spam, algún mensaje se cuela en la bandeja de entrada. El otro día llegó uno que me puso en el disparador. Aprovechando que tenía cerca la fecha de la ITV me ofrecían una revisión bien económica y de paso, bajo el lema de campaña ‘Cuidémonos como nunca’, me instaban a que mandase rellenado un test de estrés post pandemia para su evaluación por parte de la cadenucia. Midas quería enterarse de qué tal estoy de salud mental, de si ando ya en el nivel «lanzar sillas voladoras por la ventana» o todavía en uno más modestito tipo «me veo más feo de la cuenta sin mascarilla». Y algo de estrés tengo, cierto, mucho de ello propiciado por los talleres mecánicos, de los cuales, debido a la antigüedad de mi coche cada vez soy más habitual. Los de barrio me pinchan cuando me piden el pago en efectivo toma y trae, y las franquicias me desesperan porque como queda constatado son chapuceras hasta la náusea e invasivamente freudianas desde ya.

Puede ser, por tanto, el momento de cambiar de coche, para estar tranquilo evitando durante unos años las obligaciones del mantenimiento. Pero fíjense cómo está el mercado: los 100% eléctricos ya existen en los catálogos de todas las marcas, pero todavía con diseños tipo tanqueta en su mayoría; los buques insignia alemanes no son para este mortal, por precio y porque sacan el ‘restyling’ de los modelos tan rápido que quedan desfasados más rápido que rancia se pone una hamburguesa del McDonalds; y los británicos me camelan más, pero el que me gusta y puedo pagar lleva un motor grande y diésel, inadecuado para las capitales (León y Bilbao en la senda del 30, Madrid y Barcelona del Central al 360 y punto cat).

Se me desvanecía la ilusión por renovar el carro hasta que llegó la fecha de la ITV.Porque en la última prueba, el control de emisiones en el que hay que acelerar el motor a 3.000 vueltas durante una eternidad, la cosa se complicó. De debajo del capó comenzó a salir humo en plan primera revolución industrial. Resultado: ITV aprobada y auto estrés a niveles «lanzar sillas voladoras por la ventana». Solución: comprar un billete de lotería nacional ilustrado con el 127 rojo que tuvimos en mi casa a finales de los 80, con el elevalunas manual funcionando hasta el último día.

Mañana tengo cita en el taller.
Lo más leído