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Atracar al visitante

14/09/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Hay un dicho, quizás no muy conocido, que reza: «ave de paso, cañazo», que, por desgracia, se ha convertido en dicho de aplicación, no a los pájaros y aves migratorias, sino a los que, como yo mismo, y otros muchos millones, aprovechan el verano para cambiar de aires, porque, sin comerlo ni beberlo (aunque a veces sí que lo has comido y lo has bebido), te sablean el bolsillo, mejor dicho, te atracan y si te he visto no me acuerdo .

A la vista están, en todo tipo de redes sociales y televisiones, las escandalosas facturas y tickes de consumiciones en bares de paso y chiringuitos de ocasión a precio de restaurante de tres estrellas. En todo el ámbito nacional, no solamente en las playas.

Y no solamente en comidas y bebidas, porque, como dice otro refrán, «en cualquier sitio, salta la liebre».

Desde hace años, en verano, paso unos días en Huelva, donde hay una gente estupenda. Son unos andaluces peculiares, difíciles de definir, porque andaluces son, pero algo así como más serios ¿O quizás más sosos? Porque no son sevillanos graciosos (que no siempre lo son), granadinos con «malage» (algunos), cordobeses con historia o malagueños cosmopolitas. Son… onubenses, andaluces de la periferia, como los de Almería.

Una gente magnífica, amigable y abierta, con un clima estupendo y un entorno igual de estupendo, lo cual no quita para que, como en todas partes, aparezcan los pillos, por no llamarlos de una manera más… sonora.

Así que allí, como en todas partes, no nos engañemos, se da esa malhadada lacra de tomar a los veraneantes y visitantes por bolsas de dinero que atracar, costumbre que se ha generalizado y no solamente en lo de la comida y la bebida, sino sobre cualquier cosa susceptible de abusar.

Bueno, por aquellos lugares andaba, pasando unos días de bien ganadas vacaciones, en una casa, no en hotel que es como más impersonal.

La casa, como cualquier casa que se precie, además de salón y dormitorios, tenía una hermosa cocina, bastante bien equipada, pero con unos cuchillos que más que cortar, machacaban. Vamos, que no te podías cortar un dedo ni aunque lo intentases. Eran más unos pedazos de acero con mango, que unos útiles de cocinar, y dado que eso de andar entre fogones siempre me ha llamado la atención, decidí que tenía que afilarlos.

Me hubiera acercado a Lepe, el sitio más cercano, más, hete aquí, que, cual ratón de Hamelín, escuche un día la famosa y tradicional musiquilla de los afiladores, aquellos que deambulaban por nuestras calles hace muchos años y que recorrían nuestras calles, todos ellos procedentes de Orense, ‘a terra da chispa’, que por eso, por las chispas de los afiladores, así se llamaba.

Y me fui a buscarlo.

No lo encontré a la primera, porque las urbanizaciones de verano, seguramente cosas de arquitectos, terminan teniendo calles curvas que te cortan la vista, cuando no sin salida, que te vuelven loco. Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa.

Pero persistiendo y no desesperando, dos o tres días después, siguiendo el sonido, lo encontré. Allí estaba, un afilador, con su coche y altavoz silbador, y también su moderno aparato, por definirlo de alguna manera. Ya no era una rueda de madera con pedal y cinta, sino de motor de gasoil. No era lo de antes, pero era un afilador , modernizado y, por lo que luego se vio, ‘muy al día’.

Lo malo es que, como en el cuplé, «nunca lo hiciera, que aquella tarde, de sentimiento sentí morir».

Ave de paso, cañazo.

Seis cuchillos le llevé, de 15 centímetros, una cosa normal. Diez minutos de afilado, y entre medias una conversación amable. Era de Huelva, pero sus abuelos eran, como no, de Orense. Desde luego el acento gallego se le había evaporado.

Y al final, después de esos diez minutos, la pregunta lógica: «¿Cuánto es?»

Respuesta: «Cien euros».

«¿Cómo ha dicho?», le pregunté yo un microsegundo después y con cara de mala leche.

Recapitulemos. El afilado aquí, en esta tierra, viene a costar de 4 a 5 euros por pieza, es decir, aquí y ahora, como mucho, 30 eurillos. Hasta cien…

No voy a describir la conversación, que se puede suponer, y la cosa quedó en menos, bastante menos. Pero aquello era un atraco, a pesar de todo, aunque fuera un servicio a domicilio y como tampoco había que ponerse muy borde, porque además, como decía un amigo alemán, «vacaciones son vacaciones», dejémoslo estar.

Lo malo es que lo peor vino luego.

Dos días después, uno de los cuchillos ya no cortaba y otro, casi, casi.

Y esta vez, ni flautista ni nada. Me fui a Lepe, busqué un afilador establecido (si alguien conoce la población, está en el centro, al lado del mercado) y… afilar dos cuchillos, me costó CUATRO euros, dos por pieza. O sea, dos por seis, son doce. Y me pidió CIEN.

Y de estas hay muchas, no solamente en la hostelería, sino, como bien se ve, en algo tan tonto como afilar un cuchillo.

Y lo malo es que estas son las cosas, esta manera de sorprender la buena fe de la gente, que luego crean la fama, las que unos pocos desaprensivos, por no definirlos de otra manera mucho más grosera, perpetran a los que, con esa buena fe, y desconocimiento lógico, se mueven por los lugares de veraneo, o simplemente se fían de que «to’lmundo e güeno».

Son las cosas que etiquetan no solamente a los andaluces, sino también a los españoles de todo lugar y condición, que esto no pasa solamente allí, ni tan siquiera solamente en España porque si hablamos de Italia, por ejemplo…

Porque ‘listos’ los hay en todas partes y en todos los campos, que si algo es de tradición en este país es la picaresca, cosa que ya quedó bien claro en los escritos de nuestro siglo de oro. Supongo que somos lo que somos y no lo podemos cambiar, pero se te queda una cara de tonto…

En fin, amigo lector, que en este mundo traidor, mucha gente está a la que salta, y que si tienes ocasión de afilar un cuchillo, no busques al flautista de Hamelín, que te va a destripar. Vete a un profesional establecido, que saldrás mejor parado.
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