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Aromas de otros tiempos

06/05/2019
 Actualizado a 14/09/2019
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Estoy convencido de que por muchas ordenanzas municipales y normativas europeas que se aprueben y por mucho que se desnaturalicen los espacios hay características que prevalecen. Vivir en entornos cada vez más asépticos tiene sus ventajas. Los no fumadores agradecemos llegar de fiesta y que la ropa no apeste a tabaco, por muy genuina que resulte la atmósfera de farias y Ducados. Y puede que tenga mucho que ver que hace poco me operara, pero últimamente, sin ser ningún sabueso, percibo olores que antes no apreciaba, y no es ninguna metáfora de las elecciones, que también dan para muchos perfumes.

Quizás sea cosa de la edad que el aroma de las cocinas prendidas en el invierno se me clave en el área pituitaria y me reconforte como al troglodita que llega al fuego de la cueva. El olor a cera caliente de las peluquerías no es el mismo con treinta años que con siete y si el cielo existe estoy seguro de que tiene que oler a cebolla muy picada friéndose para la tortilla. No pensará lo mismo, o sí, la vecina o vecino que todavía no conozco, pero que cada mañana sale del portal unos minutos antes que yo. Es más, ya me extraño los días que salgo y no noto su dulzón rastro desde el rellano hasta la puerta de la calle. A riesgo de ser objeto de cualquier diagnóstico psiquiátrico, reconozco que venteo el portal como si buscara entre los escombros. Y añoro el contrapunto olfativo que la chapistería daba a la panadería del barrio. Ya no están ni una ni otra. Tampoco sabría elegir entre el olor de la tierra arada, la hierba segada o el que deja la tormenta, pero me repugna el pantanoso aroma de los ríos cuando baja el nivel.

Y aunque ni la Literatura ni el periodismo tienen nada que ver con los jabones, no huelen del mismo modo las historias de papel y tinta que las que llegan por Whatsapp. Aunque el tufo de muchas de ellas –también el perfume– perdura por los siglos de los siglos... bueno, al menos unos meses.
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