jose-miguel-giraldezb.jpg

Aquella mañana con Carlos Ruiz Zafón

22/06/2020
 Actualizado a 22/06/2020
Guardar
Aquella mañana me pareció un milagro. Era un día tranquilo, casi insignificante, y se acercaban los días de Navidad con todo su perfume. Acostumbrado a entrevistar escritores de un lado para otro durante tantos años, uno se extrañaba de que Carlos Ruiz Zafón nunca hubiera caído ni tan siquiera cerca. Me advirtieron de que era elusivo y reservado. Que prefería pasar inadvertido como si fuera un personaje secundario. Se había trasladado a vivir a Los Ángeles hacía ya muchos años, como es bien sabido, y eso hacía que capturarlo, periodísticamente hablando, fuera todavía una tarea más difícil. Sabía que se dejaba caer por Barcelona, su ciudad, pero no con el ánimo de ser descubierto. Los laberintos que creó con precisión de relojero los había trasladado a una vida social esquiva, de tal forma que si no te fijabas bien te perderías el momento en el que su figura bonachona, pertrechado con sus gafas de cristales circulares, se aventuraba a pisar las calles. Una figura de ropajes negros y un dragón plateado en la solapa.

Como yo no estaba en Barcelona, ni tampoco en Los Ángeles, las posibilidades de encontrarlo, incluso de permanecer al acecho, se reducían extraordinariamente. Hacía mucho tiempo que había leído ‘La sombra del viento’ y me preguntaba si ese título también hacía referencia a su propia actitud ante la vida (y ante los periodistas). En las charlas con gente del gremio, como se dice, me aseguraban, si por casualidad salía el tema, que Zafón no sólo era un poco reacio a las entrevistas, sino a la vida social en general, particularmente la literaria, si por esta última entendemos eso que otros llaman los cenáculos o el mundillo. Por supuesto, Carlos Ruiz Zafón acudió a eventos, a ferias, a firmas y a otras cosas de esas que se esperan de los escritores. Puede que no lo hiciera con entusiasmo, no lo sé, pero lo hizo. Ahora bien, siempre que podía, se encerraba en su mundo, en ese anonimato que Los Ángeles le proporcionaba.

Pero aquella mañana llegó al fin Zafón. Una breve estancia en Barcelona le llevó por algunas provincias de la mano de Planeta, y entonces se obró el milagro. Fue la primera y la última vez que estuve con él. En aquella cafetería, casi confundido con el decorado, la figura grande de Carlos Ruiz Zafón me recibió con amabilidad, y diría que con cariño, muy lejos de todo lo que se me había advertido sobre su actitud un tanto esquiva con los medios. En aquellos días cerraba su tetralogía de El cementerio de los libros olvidados con ‘El laberinto de los espíritus’, un tomo considerable. Vestido de negro como casi siempre, abotonada la camisa interior hasta el cuello, cubierto por una americana también muy oscura, sólo el dragón seguía brillando en su solapa, como una señal inconfundible de que en aquel punto exacto empezaba el territorio imprevisible de la ficción.

Hablamos más de media hora y cada una de sus frases me pareció llena de intensidad y de emoción, como si fuera la primera vez que habla de sus libros. Entonces entendí que lo que odiaba Zafón era la conversación convencional, aquella a la que se le suponen las preguntas y también las respuestas. Me pareció, aunque quizás suene inmodesto, que le gustaba hablar de algo con la esperanza de encontrar una frase nueva, una nueva sensación, como parte del propio juego de la literatura. Pues siempre había amado el lenguaje como juego, el engranaje narrativo inesperado, que no puede entenderse muy bien con las leyes de este mundo. Y ahora, al escuchar otra vez aquella charla, comprendo que me regaló algunas frases maravillosas, y que para él hablar de sus historias era revivirlas, volver a atravesar las puertas de un universo que creaba con gran celo y precisión.

Aquel día, hablando con entusiasmo en el ángulo más oscuro del salón, me dijo que siempre había querido ser escritor. Desde niño. Nunca pensó en otra posibilidad. Pero, sin embargo, tardó en lograr la serenidad, y la independencia suficiente, como para ponerse a la tarea. Empezó dedicándose a la publicidad, se volcó en los guiones y en la pasión por el cine (que fue la verdadera razón de su viaje a Los Ángeles), aunque la literatura, como el gran crisol de toda forma de creación, era para lo que se sentía predestinado.

«Empecé publicando historias juveniles, un poco por casualidad. Gané entonces un premio y pensé que quizás podía sobrevivir dedicándome a este oficio. ¡Todos los escritores estábamos colgando de una cuerda que se iba deshilachando sobre el abismo! Como en aquellas películas de Fu Manchú: y pensabas que tú serías el próximo, porque veías a otros caer, gritando, ¡aahhhhhhh!, sobre el pozo de las serpientes. Pero siempre tuve en mente este proyecto. Dejé de fingir que era un autor dedicado a algo que no era exactamente lo que quería. Me sentía un enmascarado. Y pensé que quería ser escritor para todo el mundo, no alguien dedicado a la literatura juvenil. Creo que tenía entonces unos treinta y tantos años… ya llevaba tiempo también haciendo guiones… y no sé, me parecía que era en cierto modo un escritor mercenario, o algo así. Así que decidí saltar al vacío: y si caía en el pozo de las serpientes, no pasaba nada. Al menos, lo habría intentado. Y abandoné el trabajo de guionista. Lo que quería hacer era un proyecto que me llevaría años, algo que fuera en realidad un canto a la literatura. Y lo empecé a ver como un laberinto, con muchos personajes, con muchas tramas, que me permitiría crear un personaje en torno a mi ciudad, y en torno al siglo XX. Ese era el desafío que estaba esperando».

«En realidad, todo se trata de un puzle. Un puzle al que el lector puede entrar, pero tiene que saber que las reglas, [las formas del laberinto], se van a reorganizar y a rearmar, lo que provocará que veamos cada vez ángulos nuevos, cosas nuevas. Y cuando vuelvan, siguiendo otro camino, descubrirán que hay cosas allí que no habían visto la primera vez que pasaron. La historia crece en muchas direcciones: hay un gran mecanismo de relojería que va continuamente moviéndose hasta alcanzar una complejidad caleidoscópica».

Ahora Carlos Ruiz Zafón nos ha dejado, víctima de un cáncer, con tan solo 55 años. Cualquier edad es inconveniente para decir adiós, pero morir tan joven es injusto y nos enseña, con gran crudeza, la fragilidad de la existencia. Egoístamente pensamos en las historias que Zafón ya no nos contará. Pero deberíamos pensar en las que sí tuvo tiempo de contarnos. Y sentirnos afortunados por ello. Al despedirse, aquel 15 de diciembre de 2016, me dijo: «la vida es demasiado breve. Pero leer es vivir más y mejor».
Lo más leído