Apatrullando la ciudad (desde el balcón)

"Las patrullas de balcón también han hecho acto de presencia, y son el mejor ejemplo de que estas situaciones límite, sacan también lo peor de nosotros"

Sofía Morán
29/03/2020
 Actualizado a 29/03/2020
patrulla-balcon-covid-2932020.jpg
patrulla-balcon-covid-2932020.jpg
Tras dieciséis días de confinamiento familiar aún me cuesta entender cómo es posible que la gente haya ordenado ya todos los armarios de su casa, que estén cocinado por encima de sus posibilidades, se hayan iniciado en el yoga o incluso estén aprendiendo a tocar algún instrumento, si a mí no me da la vida ni para cumplir con lo básico del día a día.

El encierro con un niño de 4 años repleto de energía, se convierte en una yincana constante, y yo me pregunto cuántas veces puede escuchar mi cerebro el grito de «¡mama!» sin caer en un cortocircuito permanente.

Sé que hay casas donde se pelean por bajar la basura o ir al supermercado, en mi casa, sin embargo, discutimos a brazo partido sobre a quién le toca abandonar el refugio y exponerse ‘al bicho’. Los guantes, el gel desinfectante, la mascarilla, y la rigidez muscular cuando escuchas una tos lejana en el lineal del súper. Además de la desinfección completa al volver a casa. Qué pereza todo.

Tras dieciséis días encerrados y con la que está cayendo, también me cuesta entender a todos aquellos que siguen ignorando la cuarentena y tirando de picaresca para no prescindir del paseíto diario. Un poco de running con las bolsas de la compra de atrezzo, o pasear la barra de pan a dos kilómetros de tu casa. Y es que la estupidez humana es tal, que parecemos condenados a extinguirnos, o algo peor, a permanecer en cuarentena hasta el infinito, y más allá.

Esta emergencia sanitaria ha convertido los balcones y ventanas de los edificios, en los nuevos lugares de socialización en tiempos de pandemia. Pero no todo son aplausos, arcoíris solidarios, las canciones tiernas que nos hacen sentirnos cerca o el «juntos vamos a conseguirlo», las patrullas de balcón también han hecho acto de presencia, y son el mejor ejemplo de que estas situaciones límite, sacan también lo peor de nosotros. Gritos, insultos, escupitajos, e incluso lanzamiento de huevos a todos aquellos que parecen estar en la calle sin motivo aparente. Así de mal gestionamos a veces nuestras emociones.

Estamos tan agobiados por la situación, que cualquier atisbo de que el vecino esté un poco menos jodido que nosotros, y pretenda aliviarse alargando el paseo hasta la farmacia, nos enfurece y nos saca de nuestras casillas. No hay reflexión, partimos siempre de la sospecha, convirtiéndonos en la nueva versión de los ‘payasos justicieros’. Desconocemos quienes son y a dónde van, y esto da lugar muchas veces a situaciones absurdas en las que personal sanitario es increpado cuando vuelven de trabajar. Aunque después vengan los aplausos.

Nos creemos algo así como la STASI del barrio, agazapados cerca de la ventana en actitud vigilante, con ganas de poner orden, sin tener en cuenta que, si vemos a dos personas paseando, es posible que tengan todo el derecho a hacerlo. En nuestro país hay casi medio millón de personas con discapacidad intelectual, y muchas de ellas necesitan esa salida terapéutica como una prescripción médica más. Niños y adultos que se han quedado de un día para otro sin sus terapias diarias, y sin poder acudir a sus centros especializados. Poder dar un paseo es una válvula de escape, una herramienta que en un momento determinado puede evitar una crisis, o frenar situaciones complejas de agresividad o autolesión, que podrían incluso poner en riesgo su seguridad o la de su familia. Es decir, no son caprichos, aunque desde la ventana pudieran parecerlo. Por eso el gobierno ha incluido una actualización en el Real Decreto que permite salir a la calle «a las personas con discapacidad que tengan alteraciones conductuales, como por ejemplo personas con diagnóstico de espectro autista y conductas disruptivas, el cual se vea agravado por la situación de confinamiento». Con un acompañante, con cabeza y siendo responsables.

A pesar de esto, la cosa ha llegado a tal punto, que se recomienda a los acompañantes que utilicen chalecos amarillos o brazaletes de color azul (autismo) para ser identificados, y frenar así el acoso de los que gritan desde el balcón. Un estigma innecesario si además de aplaudir y sacar el bafle al balcón, fuéramos capaces de callarnos la bocona y respetar.

Sofía Morán de Paz (@SofiaMP80) es licenciada en Psicología y madre en apuros
Lo más leído