Antonio Castro y Castro

Por Ángela Franco Mata

Ángela Franco Mata
22/09/2020
 Actualizado a 22/09/2020
El leonés Antonio Castro y algunos de sus libros dedicados a Ángela Franco. | L.N.C.
El leonés Antonio Castro y algunos de sus libros dedicados a Ángela Franco. | L.N.C.
Hace unos días leía el grueso volumen de las 'Confesiones' (Madrid, 1996), del cardenal don Vicente Enrique y Tarancón, donde se mencionaba reiteradamente el Pontificio Colegio Español de Roma. Me picó la curiosidad y entré en Internet, y descubrí una amarga noticia: había fallecido el que fue rector en mis años romanos [1974-1977] el 14 de febrero de 2016 en Majadahonda. El profesor de la Universidad Politécnica de Valencia, Pedro Leoncio Esteban informó al Diario de León del triste suceso, dedicándole una necrológica, donde ponía especial hincapié en su actividad poética a partir de su jubilación. Yo no tuve conocimiento, ni del fallecimiento, ni de su vida en esta localidad madrileña los últimos años de su vida. Después de su estancia en Roma, fue destinado al Colegio Español de Munich. Por entonces nos carteamos unos años, incluso recibí una visita suya en Antoñanes, en que me donó su libro 'Las Palabras' (Barcelona, 1980), pero se fue espaciando la correspondencia hasta desaparecer. Supe que residió también en Valencia. El gran poeta leonés, nacido en 1929 en Oteruelo de la Vega, era una persona muy culta, sobre todo muy optimista, de carácter muy abierto y risa contagiosa.

Las líneas que le voy a dedicar no deben interpretarse como una necrológica, por cuanto han transcurrido algunos años de su fallecimiento; deseo que sea un homenaje a una persona excepcional desde el punto de vista humano, con vocación de sacerdote, enseñante, y preocupado por las más variadas actividades, que tenían cabida en su transcurrir vital diario, donde la amistad ocupaba un puesto fundamental.
Siempre estuvo vinculado con la Academia Española de Bellas Artes, emplazada en la plaza de San Pietro in Montorio, en el Gianicolo [Á. Franco, ‘La Academia de Roma: aspectos históricos, directores, pensionados y becarios’, Encuentro Federico Sopeña (1917-1991) en la España de su tiempo, Santander, Fundación Botín, 2018, pp. 69-100]. De su relación con residentes surgieron poemas dirigidos fundamentalmente a las respectivas especialidades. Es el caso del que fuera director de la Academia, Enrique Perez Comendador, a quien dedica el poema protagonizado por Cecilia Berti, dividido en cuatro partes ‘El escultor y el barro’, ‘El barro y Cecilia’, ‘El escultor y Cecilia’ y ‘A solas’, que finaliza así: «En busca de la sola creación posible que ante Cristo era fértil resurrección de ausentes muchedumbres». ‘Cecilia’ constituye la tercera parte del libro 'Creación posible' (Zaragoza, 1974), titulada Volumen, dedicada a la escultura. Este poemario desarrolla la visión estética del autor en tres partes, la primera de las cuales es dedicada a la música, a través del ritmo, siendo los instrumentos, guitarra, dedicado al guitarrista venezolano Alirio Díaz, y el arpa, dedicado a la arpista universal Mª Rosa Calvo-Manzano, comienza así: «Traslados numerosos de silencios / incendiaban sus alas. / No era un grito el rescoldo, sino plumas o brasas,/ posando sus colores sobre espacios / de arenas extendidas». La segunda parte se titula ‘Color’ y son dos pintores pensionados de la Academia quienes llenan sus páginas, el vigués Francisco Lagares, pintor de la soledad, por su cuadro ‘Hombre-espacio maniquí’ con la temática «Crear es destruir y Desesperanzas». A su estilo abstracto se opone el realismo del murciano Pedro Cano, ‘pintor del hombre’, quien transcurridos muchos años de su estancia romana, pintó la amargura y desolación de las pateras que llegaban a las costas mediterráneas.

Obra de especial enjundia es 'El mal se desespera' (Zaragoza, 1974), prologada por Francisco Yndurain; suyas son estas reflexiones, muy ilustrativas de la persona del autor, que no se limita a la poesía: «Castro es, además, hombre de pensamiento, filósofo, teólogo, está dedicado a la difícil tarea de formación sacerdotal, y todo ello amalgama capacidades y ejercicio de acción y meditación, de praxis y contemplación». Añade más adelante: «Hace poco notaba que en una antología de poesía religiosa en España, eran muchos los religiosos o sacerdotes allí representados. Antonio Castro y Castro tiene allí un puesto muy relevante, lo tiene que tener». Dividido en dos partes, la primera está dedicada a motivos de carácter práctico, mientras la segunda aborda la desesperación del mal en el marco de espera de certezas en Jesucristo. «Porque Cristo existió / la esperanza es un gozo de certezas de Nuestro propio cuerpo y nuestro nombre / que los mundos pronuncian con sus lumbres, / que los ángeles guían con sus alas / por los espacios lentos, / que los dioses saludan y enamoran / sin que la sangre tiemble en los minutos».

En 1975 publica en Zaragoza el libro de poemas Niños por mi tiempo, que dedica a su madre, madre de muchos niños, adjuntando los conocidos versos de Miguel de Unamuno, su autor favorito: «Agranda la puerta, padre, / porque no puedo pasar; / la hiciste para los niños, / yo he crecido a mi pesar». ¡Cuánta ternura derrocha en este libro, donde, como advierte el prologuista Carlo Liberio del Zorri, «lo insignificante adquiere relieves insospechables, tonalidades de humanismo en tránsito por este mundo, complejidades agónicas y, por eso, universalísimas, más allá de las contingencias de época y de modas intelectuales». Me llamó poderosamente la atención el ‘Poema del niño que no nació porque no sabía llorar’. El titulado ‘Llanto primero’ recibió el premio segundo Eduardo Alonso (Madrid, 1972); finaliza así: «El niño es noche abierta, es el espejo/ de nuestra oscuridad. ¡Y es lo más claro». Se unen a estos títulos: «Hoy quiero desclavar mis soledades», «Dios descifrándose», «Colegio», «Silvia», «Navidad» y «Villancico silencioso de los cañaverales buenos», que finaliza así: «Cañaverales altos, / mástiles, mártires. Cuando no sea testigo, / gritad, gritad. ¡Gritadme!».

Entre 1977 y 1979 publica dos poemas dedicados a la Escultura. En el segundo hace un breve recorrido por la escultura etrusca, con la Loba capitolina, la escultura greco-romana, la barroca, la contemporánea, y del natural, incluye una rosa. Siente especial interés por el gran Gian Lorenzo Bernini, autor de las tituladas ‘Anima dannata’ y ‘Anima beata’, de la juventud del artista, que no son obras religiosas, sino profanas, un sátiro y una ninfa, que pueden contemplarse en la Embajada de España ante la Santa Sede.

He mencionado a algunos pensionados de la Academia, que mantuvieron amistad con Antonio Castro. En sus frecuentes visitas conoció al escultor y colega mío, Rafael Spinola Romero, a quien invitó para la ejecución de una escultura de San José, el patrono del Colegio. La realizó en poliéster, de tamaño natural y bulto redondo. Recuerdo la inauguración, a la que acudimos una multitud de amigos. Actualmente preside el vestíbulo del Pontificio Colegio.

Gran admirador de Unamuno, de entre sus publicaciones, la que más me ha conmovido es la titulada Unamuno testigo del hombre (Zaragoza, 1976). Se trata de una visión del gran pensador y literato desde la vertiente humana y donde se refleja un profundo conocimiento de su persona y de su obra; no en vano constituyó un referente continuo a lo largo de su vida. La mención de los capítulos de este volumen de 72 páginas da idea de la visión del mismo: 1. Hombre de letras. 2. No humanista. 3. Ni literato. 4. Hombre de humanidad. 5. Soy soplo. 6. En barro. 7. Soy hombre de habla. 8. No escribo para pasar el rato sino la eternidad. 9. Eternidad y fe. Unamuno y los testigos del hombre en Francia. He aquí una evocación del gran vasco-salmantino: «Unamuno, testigo de hombre, testigo de sí mismo, un hombre de carne y hueso que muere y no quisiera desaparecer en la nada, se acerca a la fe, en busca de una eternidad de vida. En busca de resurrección». Este es mi deseo para Antonio Castro y Castro.

Ángela Franco, exdirectora del Dto. de Antigüedades Medievales del Museo Arqueológico Nacional (1987-2014)
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