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Anotaciones invernalmente toledanas

16/03/2018
 Actualizado a 14/09/2019
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Hace cosa de unos días, pocos, me topé con las escaleras de El Corte Inglés, que no eran las de El Corte Inglés, sino las similares ubicadas en la capital toledana, las cuales, todo un acierto, ponen en contacto rápido la parte baja con la alta de la ciudad regada por el largo Tajo. Como digo todo un acierto para nosotros los peatones, pues las bicicletas no pueden con esas cuestas revienta hombres, los autobuses urbanos, eléctricos, alcanzan un escaso recorrido, al menos a mí me lo parece, y los taxis cuestan unos euros no siempre al alcance de todos los bolsillos, si bien yo desconozco su precio dado que no me subí a ninguno, ni siquiera al trenecillo turístico que como el leonés lentamente instruye a los viajeros sobre el renacentista San Marcos, el románico San Isidoro y la gótica catedral.

La verdad es que arribé en tiempos de ocio en un autobús de cuyo nombre no quiero acordarme por sus estrecheces, ausencia de reposapies, peldaños estrechísimos y enormemente verticales para acceder a él sobre todo los posteriores, donde sin darte cuenta , a la mínima, podías esnafrarte, según se dice en mi pueblo, y por si eso fuese poco lanzaba goteras, aunque no demasiado intensas, que todo hay que decirlo, hasta sobre el mismísimo, pacífico, conductor. Menos mal que los ocupantes en su mayoría no acudieron al cabreo sino, para sorpresa del guía que no salía de su asombro, un joven llamado Ángel, dieron rienda suelta al humor y cayeron chistes, bromas, risas. O sea, buen acogimiento tuvieron esas mínimas gotas.

Y tras tal anécdota goterosa regreso a las benditas escaleras que nos ponen en un periquete a todos para tirar pata por el casco antiguo y deleitarnos ante numerosos monumentos, que no se me olvida la obra magistral de Domenico Theotocopoulos, el Greco, poco amigo de Miguel Ángel, visitada por mí años antes, cuando era estudiante en la Universidad Complutense madrileña. Tampoco se me olvida de esta ciudad regada por el largo río Tajo, conocida asimismo por ‘la ciudad de las tres culturas’, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1986 algunos otros monumentos deleitosos tales como su larga catedral gótica (menos interesante, al menos para mí que la leonesa, nuestra ‘Pulchra Leonina’: sus vidrieras cantan) y la Custodia en ella residente, sobre todo en el paseo de la última por sus engalanadas calles en las fiestas patronales, el Corpus Christi, que bien me gustaría a mí asistir a tan ceremonioso acto, como tampoco se me olvida, sin abandonar ésta, la imagen de la Virgen de la Leche viajera en mis ojos y pantalla telefónica.

Pero no quiero meterme en este maravilloso lío monumental figurante en cualquier guía por cinco euros o poco más, hasta, eso sí, más sintético o algo pobretón en los planos que las varias oficinas de información en este cerro rocoso te ofrece. No. Voy a esperar a que en el actual invierno lluvioso los pantanos suban lo necesario y que los almendros florezcan hasta sobrepasar frente arriba. Eso y que mi estrella resplandezca donde quiera que se halle.

Anoche tuve una pesadilla. Lo pasé mal, chillé. No era sobre ninguna película miedosa. Sucedía que entre los pocos turistas que en estas fechas visitan la ciudad de la plaza Zocodover, antiguo mercado de animales de carga y luego de cucañas más corridas taurinas, algunos japoneses, chinos y un racimo de españoles, en coincidencia con el exitoso, muy reciente, ocho de marzo, dedicado a la igualdad femenina, un nativo del País del Sol Naciente tropezó, golpeándose la cabeza contra unos modestos morrillos. Pronto por esas calles empinadas y de recoge pecho debido a su estrechez vino el 112 sin éxito, complicándose la cosa al apretujarme a mí contra un muro tremendamente desafiante. Al día siguiente deposité mis bártulos en el autobús goteroso.
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