16/08/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Me suele bastar con vivir las cosas una vez. Llámele poca ambición, conformismo o como quiera, pero quedarse con la primera vez de algo le da un sentido especial, llámele entonces romanticismo (¿ve cómo no era tan malo?).

Soy de los que les vale montarse una vez en cada atracción cuando va al parque de atracciones e incluso vivo con mucha menos preocupación los partidos de la Cultural desde que supe lo que era ascender a Segunda División, algo que mi salud a buen seguro agradecerá en un futuro.

Quiero hacer mucho, pero me vale hacerlo una vez. No entiendo a la gente instalada en lo común, a las vacaciones en Benidorm por trigésimo año consecutivo. Pruebe en Gandía, en Huesca o en Villamondrín, pero cambie, compare y elija. En una de esas puede demostrar que lleva el resto de su vida equivocado.

Hace unos días que se cumplió un año desde que empezara una de esas experiencias que hoy ya creo que todo el mundo debería de vivir. Hace poco más de un año que entró por casa un cachorro negro como el tizón, asustado y amante de las zapatillas de andar por casa, o al menos de su destrucción. Llegó en una de esas situaciones en las que simplemente no puedes decir que no, en la que la otra opción es que no hay opción y de la que después es imposible arrepentirte.

Porque bastan unos días para no recordar como era tu vida a.P. (antes del Perro), para alzar considerablemente el listón de la paciencia y conseguir que la vejiga canina le gane la partida a toda la pereza y el sueño que has tenido a lo largo de tu vida llegándote a sorprender de lo que eres capaz.

Te quedas con la conclusión de que los animales hacen mejores a las personas y que darles una oportunidad te cambia la vida para mejor. Con una vez basta, pero porque será ya de por sí imposible de mejorar.
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