Animales narrativos

Pese a que este marzo mayea no ayuda a trasladarse al escenario de esta historia, me viene últimamente a la mente porque ocurrió por estas fechas en el corazón de Helsinki, la capital filandesa. Volvía a casa después de envasar abundante Fisu, un licor a base de vodka que endulza o amarga, según cada uno, la época oscura de aquellas latitudes. Sobre el lomo de esa noche de lobo estaba cayendo la nieve a trapo, igual que los días anteriores, y parecíamos la santa compaña los cuatro atrevidos que en fila india cruzábamos el pasillo para peatones abierto en Narinkkatori, con una sensación térmica más cercana al dolor que a ningún número en ninguna escala.

Sería el efecto del fisu, amplificado ahora por los espejos de la memoria, pero todo parecía muy épico. Lo han dicho tantos, somos animales narrativos, nos vemos a nosostros mismos como protagonistas de una novela, un romance, un atestado policial o una portada del corazón, según cada uno. Pero el tono de epopeya etiliconórdica desapareció con la misma velocidad con la que se desplomó sobre la nieve el hombre que me precedía.

No sé cómo logré descubrir que era jugador de hockey y que su equipo se alojaba en un hotel cercano. Hasta allí lo llevé y con grandes esfuerzos para que no llamara directamente a la policía logré convencer al recepcionista de que comprobara que aquel hombre tenía habitación allí, algo de lo que yo tampoco tenía certeza alguna. Lo dejé tirado en un sofá del hall con el recepcionista invocando, imagino, a Odín y a todo el Valhalla.

Volví a los días y pregunté por el equipo. Logré contactar con aquel hombre que se desplomo borracho como una tarta sobre la nieve. Más adelante volvió a Helsinki y pudimos tomar algo de fisu, aunque con más precaución. En aquel momento era un (poco) profesional del hockey, pero había trabajado de mecánico, marinero y en varias granjas entre otras cosas. Hablaba cinco idiomas (habitual en Finlandia) y su vida no tenía guión. No era un animal, era una bestia narrativa.