31/01/2021
 Actualizado a 31/01/2021
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El aguacero arrecia y en los alrededores del hospital acentúa la sensación de cataclismo a punto de suceder o recién concluido. Las luces de varios coches de policía (uno nacional, otro local) agitan ese vidrioso caos con displicencia. Los visitantes que no han podido entrar y los que han salido a tomar aire se esparcen solos o en parejas por la extensa plaza mirando al edificio de piel metálica con el desánimo de una escultura de Giacometti.

Rápida y hábil aparca una ambulancia y el conductor baja apresurado. Otro de la misma empresa lo increpa: ¡¿Dónde vas, Carlitos?! A endoscopia, grita el otro mientras saca una camilla. Sobre ella, un anciano apenas abulta la sábana, su cabeza es una calavera con hebras blancas, casi un cadáver. Carlitos no le mira, busca el saludo de otros compañeros, quizás lo necesita.

Un par de vigilantes de seguridad han buscado una esquina discreta para fumar en un silencio de piedra. También prende un cigarrillo el enfermo que bajan de otra ambulancia en silla de ruedas. Agacha la cabeza hacia donde tuvo una pierna; da la impresión de que él aún puede verla. Con la que conserva patea otra silla de ruedas que alguien ha abandonado al comienzo de la rampa y suelta un taco. La sensación de alucinación se ha hecho tan familiar que hay quien aplaude el gesto, aunque pronto se siente absurdo y la lluvia vuelve a zumbar sola.

En medio de un tráfico a punto de ignorar las normas un coche flamante, pretende aparcar en un hueco lleno de barro junto a una acera sin rematar para ahorrarse los euros del subterráneo. Maniobra desde hace unos minutos y acaban pitándolo. Acaba marchándose despotricando con voces que solo él puede oír. El primero de los que pitaban ocupa de cualquier manera ese aparcamiento improvisado y sale corriendo. Nadie protesta.

La terraza de la cafetería se cubre de una lona que chorrea por todas partes, y en las sillas y mesas los vasos de plástico flotan en pequeños charcos sobre los que, a veces, alguien se sienta. En la mesa del centro unos médicos preparan un congreso de dermatología a voces: los nevus irregulares antes que las seborreas, en la sesión de la mañana.

En la puerta principal que gira sin interrupción, un guarda ciclópeo no admite excusas o interpretaciones de la norma: por ahí no se pasa. Aun así, hay quien se cuela, porque ya han tenido que echar a varios, forcejeando y a voces, los dos compañeros que fumaban.

Cuando llego a urgencias nadie parece fijarse, atareados, nerviosos, pasan a mi lado a grandes zancadas como si habitaran otra dimensión. ¿Puedo pasar? pregunto haciendo valer mi condición de único acompañante, según las normas. Recién me ve, la sanitaria niega despacio con la cabeza y se queda mirando hacia un lugar justo detrás de mí, en la calle, donde sigue lloviendo. En sus ojos veo miedo y ansiedad. Doy media vuelta hacia la salida sin mirar atrás.
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