09/11/2022
 Actualizado a 09/11/2022
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Desde que el hombre es hombre, nuestra mayor obsesión, probablemente, ha sido la de controlar el clima a nuestro antojo, tener poder de decisión sobre las inclemencias meteorológicas. Es comprensible este afán, por nacer del temor: deseamos dominar aquello que nos hace sentir insignificantes. Y una nevada, una tormenta, la sequía nos recuerdan que apenas somos algo más que nada, no mucho más que la chicharra cuando llega el invierno.

«Dios de la lluvia apiádate, de las bestias y de mí» cantaba El último de la fila. Hay quien se atreve a decir que los seres humanos fuimos primero que los dioses, que fuimos nosotros quienes los creamos y no viceversa (que diría Benedetti). Hay quien osa decir que fue precisamente el miedo al rayo incomprensible el que creó a Zeus y no al revés, Señor del rayo. Fuera como fuera, independientemente del orden entre el huevo y la gallina, siempre hemos buscado Su favor y Su amparo, danzando alrededor del fuego, con cánticos y rituales mágicos, sacrificando –preguntad si no a la pobre Ifigenia, a punto de morir por el monstruo marino para que el viento desplegara las velas de los barcos guerreros)–, con rogativas, hasta llegar, por fin, a la ciencia, ese gran instrumento que nos ha convencido de que somos verdaderamente grandes.

Geoingeniería o Ingeniería climática le llaman al uso del método científico y de la tecnología aplicados al control del clima para que llueva, que llueva, quiera o no quiera la Virgen de la Cueva. El loable fin que inspira este conocimiento es el de revertir el calentamiento global pero, como bien sabía Thomas de Quincey, empieza uno asesinando a alguien y termina perdiendo la buena costumbre de dar los buenos días. Con ese objetivo se han reunido en un balneario egipcio los poderosos y algunos de los sabios de este mundo. Allí siguen a estas horas, en la COP27 o Cumbre Climática de la ONU. No se deciden si pintar las nubes más blancas o cultivar rosas en el mar. Dudo que alguno de los ponentes haya pronunciado la palabra soberbia, pero podría ser un buen comienzo de una solución. Alguien debería contarles lo que pasó en aquel pueblo de León en el que, tanta falta hacía el agua, que sacaron a procesionar la imagen de su Cristo. Alguien debería contarles cómo terminó la procesión, porque con las cosas del clima no se juega.

Felicidades a León, que mañana es su santo.
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