04/05/2015
 Actualizado a 07/09/2019
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Cuando veo cine quinqui me vienen a la mente recuerdos e historias de la adolescencia y de gente que pululaba cerca y que siguieron caminos similares –salvando las distancias, pero con el mismo final: el talego–, a los del Torete y el Vaquilla. Jugábamos al fútbol con ellos e incluso nos arbitraron y hasta compartimos algunas celebraciones con fantas y pizzas, todo muy sano y formal. Crecimos juntos, gastábamos propinas en las mismas salas de juego que ya no existen, matábamos el tiempo en las mismas plazas y parques y hasta besamos y fuimos besados por las mismas chicas.

Pero en esa etapa crítica de la adolescencia en la que es más determinante la atención de los adultos que un chalé en Carbajal o un pisillo de cincuenta metros en un barrio a unos nos esperaban para ver la Copa de Europa o ‘Compañeros’ y de los otros no se acordaban en casa casi hasta el día siguiente. Y así empieza el coqueteo con las drogas, las ganas de pasta, lo de chorar discos en el Corte Inglés, el menudeo, los allanamientos, los coches... hasta que los ves como al de la de la canción, lamentando «tú preñada y yo en la cárcel».

Por eso, cuando el Torete y el Vaquilla se juegan ‘diez sacos’ a poner un carro a dos ruedas uno se pregunta si toda esa marginalidad está superada en León o si sólo habrá cambiado la banda sonora y el punto de vista. Si el trabajo del Grupo Paidos será efectivo más allá de estadísticas y si en Villahierro siguen entrando chavales como los que yo conocí y muchas veces me tentaron. Tentaciones que todas las veces desterraba mi madre con magistrales palabras e impagables silencios. Como el que guarda ahora, «por no darme una torta», replica, cada vez que bromeo para que afloje la mosca para tatuarme un ‘Amor de Madre’ en el brazo clavao al de el Torete. No contesta y sólo por eso no fardo de Amor de Madre, por más que lo sienta en cada poro de la piel.
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