20/05/2021
 Actualizado a 20/05/2021
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Si hay una estación que puede presumir de colores es la primavera. Desde el gris-confinamiento que se llevó la temporada pasada hasta el verde-vida que comienza a germinar en esta. Gamas violáceas, variedades encarnadas o escalas pastel combinan entre sí para ofrecer al ojo contrastes tan escultóricos como el del añil-tormenta de los cielos junto al amarillo-colza de los campos. Este último luce con tonos especialmente melancólicos en estas semanas de mayo, justo cuando se cumplen 40 años de la mayor crisis alimentaria de la historia de España.

León fue una de las tres provincias del país que registró más casos de envenenamiento por aceite de colza desnaturalizado. Más de 1.300 leoneses sufrieron el síndrome tóxico, quedando centenares de ellos por el camino y dejando en otros muchos graves secuelas que se mantienen en la actualidad. Vendido puerta a puerta, aquel veneno se coló sobre todo en casas que tenían que apurar cada una de las desaparecidas pesetas para salir adelante.

El tiempo ha pasado y el amarillo de la colza cada vez se parece más al de esa lluvia de olvido descrita por Julio Llamazares. Pese al aniversario de la crisis de la colza, su presencia en la agenda mediática de estos días ha sido meramente testimonial. Salvo por el estigma a este aceite, uno de los más consumidos en Europa, el síndrome tóxico se ha diluido como anilina en el recuerdo colectivo.

Ahora que la Memoria Histórica recupera causas en hijos y nietos, en calidad de ambos, me sumo a ella con el aceite de colza. No para exigir un día conmemorativo, que ya bastante saturado está el calendario, ni para reivindicar ayudas como las que llegaron tarde, mal y, en muchos casos, nunca. Tampoco para poner en práctica esa costumbre tan española de lanzar muertos a la cara, ya sean de la Guerra Civil, de ETA o del Covid. Me sumo a su causa para reclamar a esa Memoria Histórica que cumpla con la única función que debería tener: evitar que se repita aquello que nunca debió ocurrir. Dignificar, vaya.

Pero los cielos en España son añiles y siempre amenazan con tormenta. Aquí, las víctimas dejan de interesar cuando pierden su utilidad como granadas de mano... las de la colza no fueron una excepción. Una vez más el pueblo ha olvidado su historia y, por tanto, antes o después, está condenado a repetirla.

Ya cae la lluvia... es amarilla.
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