Álvaro López Núñez, un leonés de pro (I)

Por José Luis Gavilanes

José Luis Gavilanes
11/09/2022
 Actualizado a 11/09/2022
Álvaro López Núñez con sus múltiples condecoraciones. | L.N.C.
Álvaro López Núñez con sus múltiples condecoraciones. | L.N.C.
El 29 de septiembre de 1936, a la edad de 71 años, milicianos probablemente comandados por el cabecilla de una de las temidas escuadras o brigadas del amanecer, Antonio Ariño Ramis, ‘El Catalán’, (delincuente común metido a anarquista y evadido de la penitenciaría de Bagne, en La Guayana francesa, acabando su vida fusilado por el franquismo en el cementerio del Este o de la Almudena el 27 de abril de 1940) sacaron a Álvaro López Núñez y a su hija Esther López Valencia de su domicilio sito en la calle Toledo nº 34 (3º derecha) y los condujeron a la Checa de Bellas Artes o de Fomento (centro facultado para detenciones, requisas y asesinatos en el bando republicano durante la Guerra Civil).

Hasta el 26 de octubre de 1936 dicha checa se encontraba en la calle Alcalá, nº 40. A partir de ese día tomó el nombre de Fomento con el nº 9 ( sede hoy del I.E.S Santa Teresa), siendo una de las 237 checas que operaban en Madrid. Tal checa era la sede del Comité de Investigación Pública formado por representantes de todos los partidos y sindicatos del Frente Popular, diez en total, en coordinación con la Dirección General de Seguridad. El Comité lo constituían seis tribunales que tenían la potestad de decidir inapelablemente, sin garantías ni procesamiento, sobre la muerte o la vida. Allí eran conducidas numerosas personas sospechosas de pertenecer a las derechas, simpatizantes de ellas o simplemente individuos delatados o confesos de fe católica. Una vez interrogados, los reos eran ‘juzgados’ por los miembros del Comité, no por jueces, y si el detenido era considerado culpable, se escribía en su sentencia «libertad» seguido de un punto y se le invitaba a irse para casa, pero a la salida le esperaban un grupo de milicianos y un vehículo que «generosamente lo llevaban a darse un paseo», esto es, a fusilarlo junto a los demás detenidos. Sus cuerpos eran abandonados en el lugar de la ejecución o inhumados en fosas comunes sin pasar ninguna información a la correspondiente autoridad gubernativa.

La vivienda de Álvaro López Núñez fue registrada al menos tres veces por milicianos del Frente Popular sin mayores consecuencias hasta el 29 de septiembre. Ese día se produjo un nuevo registro, en esta ocasión por cuatro milicianos armados, ya no a la búsqueda de documentos comprometedores ni requisa de bienes, como presumiblemente fue el objetivo en los registros anteriores, sino llevados con la orden encima de detener a Esther para que prestara declaración por su pertenencia a la Ceda (Conferencia Española de Derechas Autónomas, una coalición de partidos católicos creada en 1933). Esther participaba por entonces en diversos movimientos y asociaciones parroquiales. Los milicianos –que se hicieron, al parecer, con su dirección por figurar en una lista de Adoración Nocturna que había llegado a la Dirección General de Seguridad– se personaron en el domicilio de la calle Toledo y acusaron a Esther de romper un papel, justo cuando entraban en el domicilio, dejando entrever que estaba deshaciéndose de alguna prueba comprometedora de carácter incriminatorio. Justo cuando salían del portal, la portera advirtió a los milicianos que la persona a la vista que estaba llegando hasta allí, era precisamente el padre de Esther. Voluntariamente o forzado por los milicianos, Álvaro formó parte del grupo en dirección a la checa de la calle de Fomento. Tanto del padre como de la hija no se volvió a saber nada más hasta cuando sus cadáveres fueron identificados por la autoridad gubernativa en el cementerio de la Almudena.

Al día siguiente del arresto y confinamiento en la checa de Fomento, Álvaro y Esther, junto a otras diez hombres y una mujer, nada más llegar al cementerio de la Almudena fueron forzados a ponerse de rodillas siendo ejecutados por disparos de pistola en la cabeza, pues la gran mayoría sólo presentaban heridas en el cráneo, tal y como confirmó la autopsia y se hace patente en las adjuntas fotografías dantescas de padre e hija que se encuentran en el Archivo Histórico Nacional. Tras su ejecución, los cadáveres fueron desposeídos de varias piezas dentales de oro, según denunciaron los familiares en el reconocimiento de la identidad de los suyos al término de la Guerra Civil. Los cuerpos sin vida fueron localizados a primera hora de la mañana cuando un trabajador del cementerio se disponía a entrar en las oficinas. Figuraban alineados junto a un muro exterior de la necrópolis desprovistos de documentación personal. Solo Esther llevaba encima un papel con la leyenda ‘Fascista de toda la vida’, queriendo justificarse así su fusilamiento por motivos ideológicos.

Tras el aviso del trabajador del cementerio, se personaron en él tres policías pertenecientes a la Comisaría de Vigilancia del Distrito del Congreso. Eran sus apellidos: Yerro, Ramírez Castrillo y Durán, operando a las órdenes del inspector jefe de guardia Agustín Delgado.

Los trece cadáveres fueron sometidos a una autopsia en el depósito de Santa Isabel por los doctores José Aguilar Collantes y David Querol Pérez, los mismos encargado de hacer la autopsia unos meses antes al cadáver de Joaquín Calvo Sotelo.

En principio, tanto Álvaro como Esther fueron enterrados en el cementerio, junto a las otras víctimas de aquel infausto 30 de septiembre de 1936. Hasta después de acabada la Guerra Civil no pudieron ser exhumados padre e hija y sepultados en el panteón que tenía la familia en el mismo cementerio haciéndose pública las esquelas correspondientes.
La identificación de los cadáveres de Álvaro y Esther probablemente dimanó de la angustiosa pesquisa y denuncia familiar por su desaparición ante el Gabinete de Identificación de la Dirección General de Seguridad. Todo cuerpo hallado con signos de violencia suscitaba la presencia de un juez que ordenaba su levantamiento. La autoridad judicial procedía a fotografiar los cadáveres, de frente y de perfil, para que pudieran ser reconocidos e identificados por sus familiares en el fichero instalado en dicha sede y en otros establecimientos públicos, providencia legal que permitió que una gran parte de las víctimas no quedaran innominadas.

Fruto de propia pesquisa, he verificado la inscripción del nombre de Esther López Valencia en una de las listas elaboradas en 1950 y depositadas en el Santuario de la Gran Promesa de Valladolid, donde constan 11.705 ejecutados en Madrid y provincia durante el gobierno de republicano. El nombre de Álvaro López Núñez probablemente figure en otra lista de 180 periodistas. Padre e hija, además de constar en el catálogo de víctimas identificadas por Rafael Casas de la Vega (El terror. Madrid 1936), alimentan con su fotografía post morten los legajos de la Causa General ubicados en el Archivo Histórico Nacional.

Dado el clima ‘odiológico’ y vindicativo reinante por aquel entonces, a Álvaro López Núñez le sobraban requisitos para ser asesinado antes de que un cierto control gubernamental mitigase la ola de terror surgido durante el verano del 36 en la zona republicana, concretamente en la capital de España. Una arraigada y combativa confesionalidad católica, su vinculación a la derecha, Iglesia y los poderosos, el desempeño de un alto cargo relacionado con el mundo laboral, tener un hijo oficial militar (José María López Valencia acogido a la Ley Azaña (25/4/1931)), y su combatividad antipopulista manifestada en diversas publicaciones, –fundamentalmente artículos escritos en La Lectura Dominical, revista semanal de la que era director–, le granjearon a Álvaro López Núñez el odio de la más exaltada izquierda revolucionaria. Ignoro cuáles fueron las acusaciones determinantes contra padre e hija para ser ejecutados, si bien resulta bastante obvio suponer que el principal motivo estaba relacionado por su estrecha relación con la Iglesia católica, a cuyos integrantes o adeptos se les perseguía con saña por su presumible conexión con los sublevados contra la II República. Por esa razón, tanto uno como otro eran, sin duda, de las personas más expuestas a satisfacer la inquina y el odio criminal de la extrema izquierda en la capital de España. Las posibles acciones de revancha para que ambos fuesen ‘paseados’, habría que buscarlas: 1) en la desafortunada frase atribuida al general Mola, según la cual, además de las cuatro columnas de tropas que avanzaban sobre Madrid, existía una ‘quinta columna’ o sector de la población interior que cooperaba con el bando sublevado por distintos motivos, ideológicos, religiosos, etc.; 2) los posibles objetos o documentos comprometedores de respaldo a los insurgentes hallados en el domicilio; 3) el desahogo rojo por el fracaso de la toma y liberación del Alcázar de Toledo por los nacionales a finales de septiembre; y 4) represalia por los bombardeos sobre Madrid y las masacres que iban efectuando los nacionales en las zonas conquistadas.

El fervor revolucionario madrileño desconfiaba de la justicia ordinaria, sospechosa de estar en manos de jueces y magistrados emboscados. Según confesiones recogidas en la Causa General, las sentencias dictadas por los Comités que, a modo de tribunales de justicia ordinaria, juzgaban en las checas, carecían de apelación, eran firmes y de ejecución inmediata. En el curso de los interrogatorios a que los detenidos eran sometidos, el acusado no disfrutaba de ninguna defensa profesional. Los reos eran juzgados de manera apresurada y masiva, lo que facilitaba la tarea de los ejecutores y eliminaba cualquier sombra de garantía procesal. La libertad, como la condena a muerte, dependía con frecuencia del simple capricho, de la simpatía o antipatía personal, y las actuaciones referentes a cada detenido no ocupaban más de una cuartilla de papel. En ese clima de terror, como confesó en tono de humor a una entrevista de Pedro Montoliú el profesor universitario Alonso Zamora Vicente: «todos estábamos acechados, podían llamar a tu puerta y cuando llamaban dábamos gracias a Dios de que fuera el lechero». Según el panfleto resumen de la Causa General, fueron cometidos impunemente por la Checa de Bellas Artes o de Fomento bastante más de mil asesinatos, obrando los nombres de las víctimas, así como la fecha de su detención. Si hemos de creer a Félix Schlayer, por esa época cónsul de Noruega en Madrid –cuyo testimonio fue publicado en alemán en 1938 bajo el título Diplomat im roten Madrid y más tarde publicado en español—, con un poco más de tiempo de retención en la citada checa, Álvaro y Esther probablemente hubiesen salvado la vida. Cuenta este diplomático de origen alemán –visitante de la checa de Fomento en los primeros días de noviembre de 1936–, que la inesperada intervención de la Cruz Roja Internacional y del Cuerpo Diplomático impresionó tanto al Comité que allí actuaba, que prometieron trasladar el total de setenta y cinco personas, entre hombres y mujeres en sus manos, a la Dirección General de Seguridad. La promesa se cumplió. Más adelante –remata Schlayer– recibió cartas y visitas de algunos de los presos, expresándole su agradecimiento por haberles librado de una muerte segura. Ni Álvaro ni su hija, que allí pasaron las terribles horas previas a su ejecución, tuvieron esa suerte por apenas treinta días. Es posible que también se hubieran salvado de haber sabido su paradero y tenido un aval, como fue el caso de Joaquín Ruiz-Jiménez Cortés –hijo de ministro y futuro ministro él–, recluido también en la checa de Fomento y puesto en libertad gracias al coraje de su madre, que presionó insistentemente al ministro de Gobernación Ángel Galarza Gago, ya con las maletas preparadas para Valencia, hasta sacarle una orden de libertad para sus tres hijos.
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