24/05/2018
 Actualizado a 15/09/2019
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Nunca he sido hábil más allá del manejo de la letra y por eso he de reconocer que cuando piso la capital de este nuestro país me siento Paco Martínez Soria. Sólo me faltaba la boina y el corderín atado con la cuerda. Y cuando pensaba que la inmensidad del aeropuerto madrileño no tenía comparación, resulta que sobrevolamos las tierras almerienses y vemos el mar de plástico que ‘baña’ cuatro de cada diez metros cuadrados de aquella tierra y que ha servido para transformar un desierto en una fuente de riqueza que ya es considerada como la huerta europea. Ojalá se nos ocurriera algo para poder inundar de actividad económica nuestras cada vez más desérticas zonas rurales. El caso es que en la huerta andaba yo precisamente cuando di muestra una vez más de mi enorme habilidad. Resulta que nos dieron a probar un tomate que dice Mirantes que es hidropónico por aquello que no necesita tierra para crecer. Y nos dijeron que lo comiésemos de un bocado, pero andaba yo mirando las apabardas, mordí e inauguré la delegación almeriense del centro de interpretación del lamparón con permiso del siempre admirado tío Ful. El caso es que estaba bueno el tomate –casi tanto como los del huerto de Nardi, aunque sólo poder comerlos en el paraíso redipollejo les da un sabor inimitable–, pero si con algo me quedo de la tierra almeriense es con su gente, con sus ganas de hacer cosas y con la sensación de que, aunque no hay como la tierra de uno, salir de ella te abre los ojos y te hace ver que siempre queda algo por aprender.
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