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Alimentar el árbol de la libertad

29/04/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Desde el feliz advenimiento de la democracia, cuando uno era un adolescente, recuerdo con gran placer la fecha de las elecciones. Incluso cuando no votaba. Siempre me pareció mágico el momento aquel de las ocho en punto de la tarde, cuando la gran decisión se acercaba, acompañada a menudo una cierta dosis de suspense. Claro que las campañas siempre han tenido su morbo, mayormente con los debates televisados, pero el verdadero día, la verdadera fiesta, era la jornada de la votación, especialmente en aquellos días primeros, tras los cuarenta años de dictadura. Ahora es fácil descreer de aquellas emociones, decir que nada fue tan perfecto ni tan maravilloso, pero los que estuvimos allí sabemos la enorme energía que crecía en nuestros corazones jóvenes gracias al comienzo, al fin, de la libertad. Nada hay peor que lo rutinario, nada hay peor que creerse que todo se consigue para siempre y que la libertad lograda entonces no se verá nunca más amenazada. Las democracias han presumido de hacerse grandes desde el aburrimiento, desde la normalidad, pero eso no significa que no haya que luchar por ellas cada día. Y ayer fue uno de esos días.

Por supuesto, las cosas han cambiado mucho. El mundo es diferente: las comunicaciones, la tecnología, la velocidad de las cosas. La televisión sigue transmitiendo días como ayer, colgados de un suspense extraordinario, periodísticamente muy atractivos. Todo es distinto, sí, pero también está esa esencia de un proceso electoral, que, al fin y a la postre, es siempre igual en democracia, pues se persiguen los mismos objetivos. La participación del pueblo y la decisión que del pueblo emana. La dictadura está cada vez más lejos de nosotros, afortunadamente, pero basta con escuchar a algunos para advertir esa cierta falta de memoria, siempre tan peligrosa. O ese desconocimiento. Esa cierta frivolidad que brota de pronto a la hora de interpretar el tamaño de las dificultades sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Suele ser un pecado de inmadurez, pero los jóvenes, que deben disfrutar como nadie de lo que supone una fiesta de la democracia, tienen que saber que nada sucede automáticamente, que nada debe darse por descontado, y que los peligros no son menores en el mundo de hoy. Muy al contrario, el vértigo autoritario y el lenguaje intimidatorio están cada vez más presentes. La atmósfera global ofrece síntomas peligrosos. Hay, sin duda alguna, muchos indicios preocupantes. Y por eso, el árbol de la libertad necesita ser alimentado cada día.

Como desde las primeras elecciones, siento ahora esa extraña sensación en el estómago, ese cosquilleo que anuncia el final del suspense. Escribo pocos minutos antes de las ocho de la tarde. Y aunque sabemos que muy probablemente nada estará claro hasta pasadas unas horas, o unos días, el suspense no me abandona. El panorama político se ha hecho más complejo, más fragmentario también, y tiene poco que ver con las elecciones de hace algunos años, incluso con algunas bastante recientes. Hoy el mundo es más poliédrico, aunque las ideas fundamentales están claras, no admiten discusión, y suelen ponerse en claro cuando se pasa de la propaganda electoral, a veces confusa, a la práctica política, y a los verdaderos asuntos.

La fragmentación hace crecer, pues, las dificultades para las casas de sondeos y de encuestas, y de alguna manera puede haber contribuido al aumento de la incertidumbre, una de las características de estos comicios. ¿A más opciones más incertidumbre? Es posible. O, al menos, más posibilidades de que se reparta el voto y de que no se pueda dar por sentada una victoria clara a los pocos minutos del cierre de las urnas. El bipartidismo, en esencia, sigue estando ahí. Ahora se habla de bloques políticos, bastante identificables. Por mucho que algunos partidos quieran sacudirse su pertenencia a uno o a otro, por mucho que algún partido considere que puede compartir ideas de uno y de otro lado, creo que las elecciones de ayer, aunque fragmentarias en varias fuerzas, cinco fundamentalmente, dejaban claro dos modelos diferentes de entender el mundo. Pero es verdad que los matices han aumentado. Hay muchos más elementos, socialmente muy reconocidos, que convierten la acción política en un asunto profundamente complejo. No es sólo la economía, como escuchamos en las últimas décadas, aunque quizás la economía siga siendo lo más decisivo a la hora de acometer una acción política. Los temas sociales han entrado con fuerza, porque existen demasiados asuntos que tiene que ver con la justicia social. Y el mundo, con su nueva concepción tecnológica, los problemas medioambientales, la igualdad de género, y otros asuntos fundamentales, exige hoy a los políticos una agenda múltiple, comprometida, yo diría que absolutamente inevitable. No sólo se han multiplicado los partidos sino la cantidad de asuntos de primer orden sobre los que los partidos deben pronunciarse, ‘velis nolis’.

Las elecciones de ayer tienen que servir para la modernización de este país, que, en algunos aspectos, aún está pendiente (y ello a pesar de lo mucho que se ha hecho en los años de la democracia). Pero no se puede olvidar que hay asuntos añadidos a toda la complejidad cotidiana: la cuestión territorial, por ejemplo, que se ha llevado muchos minutos de la campaña, obligando a dejar otros temas de lado. Tampoco Europa ha estado muy presente en la campaña. El gobierno que surja de las elecciones de ayer no podrá obviar los grandes temas globales, los asuntos que nos atañen a todos y más a un país del primer mundo. No podrá quedarse en lo meramente local, ni en lo doméstico. Claro que el asunto territorial es importante, pero en absoluto puede bloquear el resto de los debates. La cuestión del clima, que es el problema más grave de todos con diferencia, tiene que ponerse de inmediato sobre la mesa. Es de gran urgencia. Por no hablar de la despoblación y el envejecimiento, otro asunto fundamental (y más para nuestra provincia). Y, por supuesto, el avance de la ciencia, algo que España no puede postergar más. La enorme tensión que nos ha sacudido los últimos meses, o los últimos años, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, debe sustituirse por algo que sin duda falta: la altura de miras. No se puede mantener a los ciudadanos dentro de ese juego de tensión, esa siembra de miedos, lenguaje intimidatorio y acusaciones cruzadas. No. La misión de los políticos es otra. Es proporcionar felicidad a la gente. Vivir en brazos de la congoja, de la bronca permanente, es algo que no podemos aceptar ni un minuto más.
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