Alicia desde el arco

Por Valentín Carrera

24/12/2018
 Actualizado a 18/09/2019
La mirada de Alicia de niña, con un panorama abierto, desde un globo.
La mirada de Alicia de niña, con un panorama abierto, desde un globo.
Por fin, soy mayor de edad! Ayer cumplí dieciocho años por tercera vez. Primero fue Zoraida, la princesa renacentista nacida en la luna de enero; luego Sandra, el ruiseñor del otoño, nacida el día de san Crispín; y ahora Alicia, la Bombita humana, nacida un 22 de diciembre, el premio gordo de la lotería de Navidad.

He acompañado sus pasos hasta la mayoría de edad tres veces dieciocho años. Y ahora, mis tres hijas vuelan como estrellas disparadas al firmamento, y su padre sabe, como Gibran, que cuando la fecha sale disparada del arco, ya no podemos cambiar su trayectoria.

Crecen y vuelan los hijos, pero también crecemos y aprendemos a volar los padres y las madres. El aprendizaje debería ser mutuo y recíproco: contemplar nuestra madurez y nuestra libertad recién estrenadas en el espejo de nuestros hijos, que estrenan libertad y madurez.

¡Pobres de los padres y madres que se empeñan en atar a sus polluelos al nido con cadenas de seda! ‘Mi niño’, sigue diciendo la madre, ya entrada en canas, pero mentalmente infantil, al Peter Pan que eructa cerveza y acaba de cumplir 43. Vivimos en una sociedad enferma, en la que muchas personas se niegan a crecer y madurar.

Las casas paternas —de las que huíamos en los años setenta en busca de oxígeno y libertad— se han convertido en zonas de confort. Puedes llevar a la chavala a dormir, que mamá-chacha recoge calzoncillos y braguitas y lava las sábanas al día siguiente. «Como no encuentra trabajo, vive en casa con nosotros», se escucha decir al padre, un buen hombre fatigado, a punto de entrar en la jubilación. Las generaciones al revés, los que llevan cuarenta años cotizados siguen trabajando mientras los jóvenes de treinta y cinco aún no han empezado a cotizar.

Oigo entre mis conocidos conversaciones alucinantes sobre sus hijos y tengo la impresión de que no son los chicos y chicas quienes se resisten a crecer y madurar, sino sus padres y sus madres. Adultas hijo-dependientes: No corras, vete por la derecha, deja el móvil, no bebas mucho, ten cuidado con el botellón, ese chico no me gusta para ti, levántate que ya son las dos, tómate el zumo que pierde las vitaminas, me tienes harta, esto se va a acabar, ¡Venga, yo te pago la multa y que sea la última vez!, necesitas ‘otro’ vestido, toma cien euros, pídele un móvil nuevo a tu padre, o a los abuelos….

¡Ah, los abuelos!, la caja de resistencia del sindicalismo adolescente: en el mundo Ni-Ni, donde sobrevive la generación sándwich (la mía, atrapada entre los padres y los hijos), los abuelos siguen ejerciendo roles de padres y madres, quizás porque también ellos se niegan a crecer. Muchos cumplen ochenta años sin llegar nunca a la mayoría de edad. Otros concebimos el crecimiento vital como el paso del Mito al Logos; ya sé que suena raro para un artículo de Nochebuena, pero el ejemplo viene al pelo: la Navidad, el belén, los reyes, son el Mito. Forman parte de nuestra infancia. El Logos adulto, la Razón, conoce que los reyes magos son los padres y que el señor de la hipoteca se apellida Herodes. En el Mito, los pobres son riquiños, pastores y lavanderas; en el Logos, a los refugiados sirios y palestinos, como María y José, los encerramos en campos de concentración a las puertas de la cristiana Europa.

Así como el huevo o el embrión humano recapitulan la evolución de toda la especie, el eterno Peter Pan, que se niega a ser mayor, simboliza esa parte inmensa de la Humanidad que vive en el Mito religioso, político, familiar. ¿Por qué salir del nido si donde mejor se está es dentro de la placenta materna? Fuera hace mucho frío. Hitchcock lo explicó en la película Psicosis: el fantasma de la señora Bates sigue colonizando la mente de su hijo; una y otro son incapaces de cortar el cordón umbilical, son incapaces de crecer. Cohabitan una relación tan enfermiza como la de esos padres y madres hijo-dependientes, controladores, que quieren vivir las vidas de sus hijos. Quizás porque no saben o no se atreven a encarar sus propias vidas. Vivir es correr riesgos y sortear peligros, claro que hay accidentes de tráfico terribles y claro que les van a dar garrafón, pero tienen que aprender a conducir y pagar sus multas. Para que nuestros hijos puedan madurar, tenemos que crecer y madurar nosotros con ellos y ellas. No podemos seguir habitando sus vidas, tratándolos como menores de edad o espiando sus citas y sus wasaps. No digo que sea fácil, no es fácil, pero no se puede volar estrangulado por el cordón umbilical. Hay otros modos de amar. Amar desde la aceptación, el respeto y la libertad.

Ese es el aprendizaje al que hoy me enfrento por tercera vez, recién cumplidos mis 18 años con Bombita, la pequeña, ya saben, la más mimada y consentida. Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir, y por muy gozoso o doloroso que sea, no puedo modificar su trayectoria. Bien o mal —hemos venido aquí a querernos, no a juzgarnos—, el trabajo del arquero está hecho: ya soy mayor de edad y ella vuela libre, hermosa, inteligente, buena. Feliz viaje a Ítaca, Alicia.
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