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Alguien que tapice el consuelo

13/05/2018
 Actualizado a 07/09/2019
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Es más que probable que él no comulgara con estas notas. Él decía, bendecía o maldecía lo que le parecía, no sin antes rumiarlo suficientemente (y esto desde la adolescencia). Al final, sin abdicar de su camino –sus criterios–, permitía que cada uno fuera por el suyo. Así, por lo que yo sé, fue Eugenio de Nora, fallecido el pasado día 2, a los 94 años de edad.

El motivo de estas líneas no está en su pertenencia al grupo inicial de ‘Espadaña’ (tenía solo 21 años de edad en 1944 cuando nace la revista, momento en que él ya vive las tensiones clandestinas de la vida universitaria madrileña). Ni por su culpabilidad en la extinción de la misma (que reconoce, cuando, con el pseudónimo de ‘Juan Martínez’, torpedeó ideario y hasta personas de la primera hora). Ni lo es siquiera por el reconocimiento explícito que hace del patrocinio sobre su persona y su formación de D. Antonio González de Lama, con quien contactó en el Colegio de los HH. Maristas. Ciertamente cada uno de estos apartados tendría enjundia más que suficiente para ocupar esta columna.

Pero, no. La razón está en que, ante la noticia de su muerte, del fondo de la memoria emergió el recuerdo de que, hace ya unos años (exactamente en 1991), en un acercamiento a los viejos números de la revista, exactamente en el número 5, firmé un breve comentario al poema ‘Por nada’, que, por su plano de contenido, posiblemente tuvo que ser compuesto antes de haberse ido el autor a Madrid, al Colegio Mayor ‘Cisneros’, y de haber pasado a militar en ideologías y prácticas distantes de la fe religiosa y cristiana. Es posible que su sentido de la libertad y su espíritu crítico lo hubieran llevado (así lo ha reconocido en más de una ocasión) no sólo a revisar sus dogmas filosóficos y políticos en los que se encuadraba la difusa confesión de que «algo, que no sabemos, nos alza a lo divino». Con claras inspiraciones formales en Vicente Aleixandre, Nora, en este poema, contempla a un niño que llora –paradigma del hombre sobre la tierra– y busca otros brazos, un hombro o un regazo. El desarraigo huérfano agita al poeta: «No hay nadie y, sin embargo, el niño huye». Es una huída hacia el interior, «donde el alma no es ya sino misterio», la que origina el grito que no cesa en pos de Alguien que ‘tapice el consuelo’: «Corre un niño llorando, no en los ojos / –el hombre, el hombre, el hombre– / huye por nada y grita –¡Padre!–, siempre, / en una gran planicie sola…». Uno quisiera pensar que estos volvieron a ser sus últimos sentimientos.
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