11/10/2021
 Actualizado a 11/10/2021
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La celebración, ayer, del Día Mundial de la Salud Mental, y las iniciativas expuestas por Sánchez para mitigar la creciente amenaza de la ansiedad y la depresión (sobre todo a raíz de la pandemia), me han vuelto a conducir a un pensamiento recurrente: ¿qué estamos haciendo con el mundo de hoy?

Porque es normal que nos interroguemos sobre la vida que vivimos, en lugar de vivirla ciegamente. Aunque no faltan quienes postulan que lo mejor es dejarse llevar. Los que dirigen todo esto (invisibles, tantas veces) nos prefieren seguramente poco inquisitivos, poco preocupados por analizar la existencia.

Imagino que lo ideal para los poderes que nos controlan es que aceptemos la marcha de las cosas, la deriva del mundo, no sólo sin preguntar, sino, si es posible, sin molestar demasiado. Ciudadanos sumisos, o poco menos, dedicados a celebrar con gran euforia esos momentos contados de ocio que siempre nos presentan como premio al trabajo, aferrados a herramientas placenteras, procuradoras de satisfacciones inmediatas, como el móvil, que en realidad dirige nuestras vidas disfrazado de juguete perfecto.

Tiene sentido esta renovada preocupación por la salud mental de los ciudadanos, de la que hablaba Sánchez el sábado (y Errejón hace meses, si lo recuerdan), pero en realidad el problema me parece aún más profundo. Claro que la pandemia ha empeorado las cosas. Ha empeorado la percepción de nuestra vida. Y ha empeorado nuestra economía, en algunos casos gravemente, lo cual se traduce, de inmediato, en un sentimiento de frustración, de desamparo y de incertidumbre.

Los estudios de la universidad australiana de Queensland, realizados globalmente, concluyen que la depresión y la ansiedad han podido aumentar un 25 por ciento, con respecto a las cifras anteriores a la pandemia. Hay motivos determinantes, como decíamos. No sólo el aumento exponencial de la pobreza, sino la creciente sensación de vacío, de abandono incluso, la certeza de que cada vez es más difícil gobernar nuestra propia vida, la presión cotidiana de las informaciones que colonizan los entornos afectivos, la búsqueda de atmósferas de tensión en escenarios de todo tipo, y, por supuesto, el crecimiento absurdo del odio, sobre todo en las redes.

Todo un panorama que va más allá de los efectos de la pandemia. Se trata más bien del modo de vida contemporáneo que, a pesar del progreso tecnológico (o, en ocasiones, a causa de él), exprime al ciudadano, le demanda atención continuada, sin tregua, le provoca alarmas sin cuento, porque no puede permitir que el ciudadano se desconecte, no puede permitir que ignore la gran maquinaria.

Al contrario, necesita que la reconozca, que la alabe, que la adore, que la sienta imprescindible. Que el torbellino se convierta en la propia vida, en la razón de vivir, porque en medio de esa tormenta, de ese vendaval, es mucho más difícil hallar un lugar sólido al que asirse y es mucho más fácil dirigir nuestras decisiones. Nadie más frágil que aquel que está sometido a la incertidumbre. Esta es la esencia de ‘Un mundo feliz’. Vivimos apresados por un placer controlado y por un miedo incontrolable.

Por tanto, aunque la promesa de considerar la salud mental una prioridad no parece algo discutible, ni es discutible tampoco que se le dediquen más recursos, lo cierto es que lo verdaderamente prioritario es solventar algunos asuntos de nuestras vidas que nos conducen a esa situación. Atender a las causas, no sólo a los efectos. Supongo que es muy difícil acometer un nuevo estilo de vida, salvo que uno tenga una gran independencia económica. La vida viene marcada desde arriba, desde esos poderes visibles e invisibles. Nadie puede decir con seguridad: viviré a partir de mañana de otra manera.

Pero sería necesario hacerlo. Me temo que algo no va bien. O muchas cosas. No sólo es la pandemia, aunque haya venido a empeorarlo todo, a crear más pobreza y a diseminar el desánimo. Aunque haya arrebatado vidas, trabajos, esperanzas, ilusiones y certezas. De acuerdo: hablamos de la salud mental ahora, cuando parece que el virus remite y es necesario evaluar los daños.

Creo que conviene no perder de vista la realidad de estas últimas décadas. Conviene no perder de vista cómo están evolucionando nuestras vidas. Incluso sin tener en cuenta la pandemia. Poco a poco se ha ido creando sobre nosotros una atmósfera envolvente que disemina ideas preconcebidas, modas globales, consideradas en algunos casos como verdades absolutas. El individuo se mueve en una sociedad moderna y tecnificada en la que, a cambio de esa sofisticación tecnológica que le producirá ciertos placeres inmediatos y le otorgará acceso continuado al mundo (al menos en apariencia), le pedirá un grado creciente de sumisión (recopilación de datos, reconocimiento facial, etc.), aceptación de la limitación de sus libertades (en nombre de muchas, muchas cosas), le pedirá también una mayor simpleza en los juicios, poca elaboración, y básicamente una división primaria y elemental entre lo bueno y lo malo, invitándole (incluso mediante las herramientas a su alcance) a no perderse en complejidades que no le corresponden (algo así como «tranquilo, no te esfuerces, descansa…, que ya nosotros lo pensamos todo por ti»), ni en los laberintos habituales del pensamiento crítico, sino a manejarse con un visión del mundo muy básica y un tanto pueril. Se supone que preferimos eso: apretar botones de ‘sí’ y ‘no’. Es falso, claro, pero resulta que es cómodo.

Estamos vaciando nuestras vidas en aras de una preocupación periférica, externa a nosotros, que nos viene impuesta de manera continuada, y que no implica en absoluto más conocimiento del mundo, sino más temor de lo que sucede en él. La conexión perenne no concede tregua, nos conduce al miedo, nos enseña todas las tragedias en directo, nos lleva de cabeza a la confusión que es el barro en el que luchamos estúpidamente. No es de extrañar que la desazón y la ansiedad se hayan adueñado de tanta gente. Sobre todo, si a ello se le añade el descubrimiento de que toda esa hiperactividad absurda y casi impuesta no ha mejorado en nada la vida propia y cercana. Los afectos se pierden, la lentitud y la conversación, y se afilan los aceros de la discordia. Se tensan las relaciones, se compite, se batalla, nos oponemos los unos a los otros. Odio inducido, falsa confrontación. Engaño.

Va a ser difícil parar todo esto. Desmontar tanta tramoya. Los pequeños placeres inmediatos, controlados también, intentan seducirnos para que aceptemos bien el control de nuestras vidas. Es el caramelo embaucador. Pero la ansiedad aumenta. Sí. Definitivamente, algo no va bien.
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