Alberto Flores, icono de la pasión leonesa

Muere uno de los papones que más veneraba a la Virgen del Mercado, "una piadosa obsesión"

Julio Cayón
15/03/2022
 Actualizado a 15/03/2022
Alberto Flores (izquierda) ayudando en la cofradía. | MAURICIO PEÑA
Alberto Flores (izquierda) ayudando en la cofradía. | MAURICIO PEÑA
Llegada la Semana Santa parecía tener el don de la ubicuidad. Tan pronto se dejaba ver por la iglesia de Santa Nonia durante el montaje y acondicionamiento de los pasos para la procesión de la mañana del viernes, como, en un abrir y cerrar de ojos, por el patio de las monjitas Carbajalas, en la Plaza del Grano, si era año impar y tocaba organizar la procesión del Santo Entierro a ‘su’ cofradía de Minerva y Vera Cruz. Era Alberto Flores, integrante de una familia costumbrista y de papones, conocido en todo el orbe cofrade de la capital leonesa por su exacerbada entrega, por su total apasionamiento con todo aquello que se aromatizara con incienso. Que si faltaba el sahumerio, ya se encargaba él de encontrarlo y de verterlo sobre el carboncillo del incensario.

Además de ello y pese a no ser vecino censado de la barriada del Mercado –que de derecho sí lo era por su permanente unión y vivencias con la parroquia-, Alberto se convirtió en el fiel servidor y amigo incuestionable del recordado don Enrique, el cura que en el ejercicio de su ministerio sacerdotal creó un estilo propio, si como tal puede definirse su servicio pastoral desde el templo de la calle Herreros. Allí donde estuviera don Enrique, estaba Alberto. Hiciera frío o calor. En la sacristía del santuario de la Morenica o tomando un café en cualquiera de los establecimientos del barrio. Siempre solícito a lo que demandara el cura.

La Virgen del Mercado, por la que tanta veneración sentía, se convirtió para Alberto en una piadosa obsesión. Y a tal extremo llegó su proximidad con la imagen, que hasta se permitía la ‘licencia’ de felicitar la Navidad con una fotografía de la advocación mariana. Mostraba así, con ese gesto, una clara e incontrovertible adhesión a María. Y otro tanto pasaba con el Nazareno de Santa Nonia, a quien tampoco perdió jamás de vista, hubiera o no Semana Santa. El WhatsApp de su teléfono se reconocía con el rostro del crucificado y su cruz al hombro. Toda una manifestación de intenciones nacidas de su fe.

No es baladí asegurar que su oquedad física el próximo mes de abril será una de las penas que decenas de papones, cientos quizás, arrastrarán durante la Semana Mayor. Su carencia corpórea se dejará notar desde la víspera del Viernes de Dolores, en cuya anochecida se entroniza a la Virgen de las Tristezas sobre sus andas para, en la tarde siguiente, iniciar su tradicional peregrinaje por las calles y plazas de León. Y a partir de ese instante, con la Virgen más cerca que nunca de sus devotos, todo un compendio de lamentaciones en torno al recuerdo de Alberto y a su acentuado carácter en la organización del cortejo. Él era así, como el ‘Platero’ de Juan Ramón Jiménez pero a la inversa: duro por fuera y blando por dentro, “que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”. Y no lo podía remediar.

Se ha muerto Alberto, ‘el tibu’, que aunque consciente era de su extendido remoquete, tampoco le gustaba más allá de una cordialidad íntima y en momentos concretos. Se ha ido Alberto, el papón que llegó a convertir su día a día en una Semana Santa permanente y en una forma de vida. Toda una fábula hecha realidad.
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