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Albert Camus, la peste y el terrorismo

José Luis Gavilanes Laso
25/09/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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Si tuviéramos que relacionar un fenómeno actual tan devastador e inspirador de pánico como durante siglos ha ocasionado la peste, la más letal de todas las enfermedades infecciosas conocidas hasta la fecha, este sería el terrorismo. En una de sus diacrónicas manifestaciones, la que tuvo lugar a mediados del siglo XIV conocida como ‘peste negra’, llegó a tener tan gran número de víctimas que el papa Clemente VI –que pasó el caluroso verano de 1348 asentado entre dos fuegos permanentemente para protegerse y así librarse del mal– consagró el río Ródano para echar a sus aguas los cadáveres que no podían ser enterrados. Actualmente el terrorismo, fundamentalmente el que se manifiesta con el sello del yihadismo, es una especie de peste por la que raro es el día en que no se lleve consigo un buen número de víctimas.

Este año que discurre con asiduidad de atentados terroristas por Oriente y Occidente, es también el 70 aniversario de la edición de una novela que utiliza la peste como ficción. Es el caso de ‘La peste’ (1947), del escritor francés y premio Nobel, Albert Camus (1913-1960), novela donde, en términos generales y como actualmente sucede tras los atentados terroristas, se pone de manifiesto en el ambiente de una ciudad lo mejor y lo peor que en situación límite cada uno de sus ciudadanos lleva dentro: sus miedos, traiciones, individualismo, pero también la solidaridad, la compasión, el espíritu de colaboración con el prójimo en tareas comunales. Novela sugerente, apasionante, de gran densidad de pensamiento y profunda compasión del ser humano, y ya todo un clásico por lo que no pierde ni perderá nunca actualidad mientras que el hombre exista.

No era el primer escritor en utilizar como fuente simbólica esta dolencia que, como cuarto jinete del Apocalipsis, ha asolado durante siglos a la humanidad. El desarrolló de la enfermedad ya había sido objeto de atención en autores como Giovanni Bocaccio, cuyo padre murió apestado, y quien, además de describir la enfermedad, escribió ‘El Decamerón’ (1350), en el que un grupo de jóvenes, siete mujeres y tres varones, refugiados en una villa a las afueras de Florencia para huir de la epidemia, narran cien historias durante diez días. Con anterioridad a Camus, Daniel Defoe había escrito, ‘Diario del año de la peste’ (1722), un relato sobre la peste que sufrió Londres en 1665 en el que muchos elementos entrevistos del escritor inglés y un epígrafe del mismo se hallan en el libro de Camus. Alessandro Manzoni publicó en 1827 ‘Los novios’, donde se hace una descripción de la peste milanesa de 1630. Edgar Alan Poe también utilizó previamente al autor francés la peste en su relato ‘La máscara de la muerte roja’ (1842). Al igual que Jack London con ‘La peste escarlata’ (1912).

Para mostrar sus ideas, Camus –que había participado en la resistencia durante la ocupación alemana–, no tuvo que acudir a la autobiografía, ni inventarse ninguna trama argumental tendenciosa, le bastó sacar de su chistera imaginativa un acontecimiento terrible caído sobre una ciudad: la peste, que se apodera de la ciudad de Orán. El escenario de la capital argelina es sin duda una traslación metafórica de lo que acababa de suceder en Francia tras la Segunda Guerra Mundial.

La amarga experiencia de la apestosa plaga va destapando, poco a poco, las grandes cuestiones que preocupaban a Camus. No de una manera abstracta, sino encarnadas en tipos y peripecias muy determinados, normales, casi vulgares. Veremos un reparto de protagonistas todos ellos al servicio del hombre y que reaccionan de forma diversa ante una situación límite. Al doctor Rieux, hombre positivo, modesto y abnegado, ejerciendo con honestidad su profesión; al escritor Tarrou que condena el furor del asesinato y quiere ser un santo sin creer en Dios; al periodista Rambert, excombatiente de la guerra civil española que está harto de que la gente muera por una idea; Grand, el humilde funcionario presa de una gran pena y de una ilusión absurda. Esta la «santidad sin Dios», y la rebelión contra el sufrimiento de las criaturas, y el horror al crimen legal, y al crimen revolucionario, y la lucha contra la muerte, y la certidumbre del «trabajo de todos los días», y el repudio del hombre «como idea», y la conciencia de la humanidad que se agudiza ante la desgracia. Pero ‘La peste’ no es una novela típicamente realista, sino una novela que podríamos llamar «hipotética». La «realidad» –Orán y su gente– es un motivo remoto, y sólo eso: un fondo de verosimilitud a la narración y nada más. El planteamiento, pues, bordea la alegoría: allá donde Camus escribe «plaga», que cada uno ponga el nombre de cualquiera de los poderes inhumanos de que tan pródigo es nuestro «tiempo de menosprecio». Luego, como sucede con toda desgracia, la epidemia cede. Se abren las puertas de la ciudad, desparecen las ratas y la cuarentena, pero el corazón de los hombres ha cambiado.

A lo largo de toda su obra, Camus rechaza, desde el punto de vista metafísico, la idea de Dios; y en el plano político y social, cualquier clase de violencia. Cristianos y comunistas le acusarán por ello. Dios negado o eludido, el hombre es el único valor absoluto para el hombre. Sólo que cuando Camus dice «hombre» le desposee de cualquier segunda intención capciosa: piensa, siempre, en el hombre de carne y hueso. Este hombre inerme y solitario ‘vive’ con los otros hombres, instalados todos en el absurdo, pero asimismo en la historia, y destinados a una sola y exclusiva felicidad terrenal. El hombre no tiene más vida que ésta, ni nada que le sea más valioso que la vida, si no es la dignidad de vivirla en plenitud: ¿en nombre de qué, pues, se la podría sacrificar? Y también, aquella plenitud de vivir, ¿no exigiría como premisa la plenitud de todos los hombres? Camus tuvo que inventarse una ética que prestara apoyo, desde una desolada ausencia de Dios, a la dignidad del hombre. Retoma las reflexiones de Ivan Karamázov, aquel curioso personaje de Dostoievski que encarna gráficamente la tragedia del racionalista con veleidades metafísicas. Y, como principio moral, se repite en lo de «si Dios no existe, ¿todo está permitido?», tratando de formular una respuesta constructiva. Al igual que Iván Karamázov, Camus se escandaliza del dolor y de la muerte de los niños inocentes como de una injusticia cósmica. Pero se volverá también contra los «asesinatos razonables» que practican los terroristas en nombre de lo que sea, un ente metafísico o un cambio social. Dirá un «no» rotundo a las retóricas y a las teorías que encubren la mano siniestra del terrorista, del torturador y del esbirro. Preferirá, como programa, la «salud» a la «salvación» y el hombre que desempeña bien su oficio a la feroz impaciencia del héroe. Y sitúa la solidaridad profunda de los hombres el resorte fundamental de la libertad. No faltará quien todo esto lo desdeñe como un gesto más de anarquismo pequeño burgués. O de esterilidad e ineficacia, ilusión e idealismo romántico, como le acusó Jean Paul Sartre, a lo que Camus respondió tildando al autor de ‘El ser y la nada’ de inmoral y vinculación política con el comunismo. Ciertamente las declaraciones humanistas, humanitarias o humanitaristas abundan y constituyen casi un tópico. Pero, o bien son una hipocresía (véase lo ocurrido con el niño Aylan tras su imagen conmovedora de la playa turca) o bien responden a alguna forma de mistificación doctrinaria. Camus no fue un hipócrita ni un doctrinario. Al menos hay que reconocerle esta virtud entre todas las demás.
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